Subía las escaleras a toda prisa.
El frío todavía recorría mi cuerpo y la humedad hacía mella en mi piel que se
iba arrugando por segundos. Toda aquella lluvia que me había estado cayendo encima
hasta llegar a casa, me caló muy adentro. Nada más entrar y conforme cerré la
puerta, me desnudé y corrí hasta el cuarto de baño. Me senté en la taza del váter
mientras cubría mi cuerpo húmedo con el albornoz. Mis pies estaban tan fríos
que no podía mover los dedos. Aún tiritando tomé la toalla del lavabo y me la
puse por la cabeza. Una sensación extraña recorría por dentro mi cuerpo calado.
Antes de abrir el grifo del agua caliente, lo único que se oía eran los zumbidos
del aire y golpes que venían de la escalera. Por aquella casa habían pasado
muchos años y demasiados inquilinos. Las paredes crujían como si fueran a
romperse y el aire se colaba por todas partes, hasta la ranura más diminuta era
suficiente para escucharlo silbar. Así que abrí el grifo y el sonido del agua
mitigó un poco todo aquel cúmulo de desagradables chasquidos, zumbidos y otros
sonidos incómodos de verdad.
En cuanto el agua se hubo
acumulado lo suficiente como para meterme, no me lo pensé. Dejé caer la bata y
la toalla y me colé en el agua caliente. Corrí las cortinas del todo para
mantener el vapor lo más cerca de mi cuerpo y cerré los ojos.
Mientras me remojaba y la
temperatura de mi cuerpo se recuperaba, mi mente no dejaba de pensar el caso de
la muerte del secretario del Juez Martínez.
Una vez noté que el agua empezaba
a enfriarse separé las cortinas para salir de la bañera. Me puse en pie y salí
de la bañera recuperando el albornoz y la toalla para cubrirme. Con las prisas
me olvidé las zapatillas. De puntillas fui a la habitación y me cambié lo
puesto, que ya estaba mojado, por el pijama, el batín, unos calcetines y mis
zapatillas con forma de elefante. No quería perder el calor que mi cuerpo había
recuperado con el baño. Me preparé un vaso de leche caliente y unas galletas que
llevé conmigo al comedor. Necesitaba relajarme un rato y sentir que estaba en
casa, fuera de todo ese mundo que nos rodea y que en ocasiones no nos deja casi
ni respirar.
Había pasado una hora y cuarto,
terminé con la leche y las galletas, y respiré hondo. Cogí la carpeta del caso
del secretario. Le di docenas de vueltas a todo lo que tenía y no terminaba de
encontrar por dónde empezar. Habían
culpado a un chico llamado Daniel de la muerte del secretario y ahora ese
joven era mi cliente. Estaba segura de que él no hizo nada. La policía lo había
detenido como presunto autor del crimen, porque en un juicio que tuvo un mes
antes y tras una discusión le dijo al secretario, “te voy a matar”. Y eso le
fue suficiente a la policía para ser sospechoso. Que dijera eso no significa
que lo matara, porque ni tan sólo encontraron el cuerpo del secretario, ni vivo
ni muerto.
Me acurruqué en el sofá cubierta
con una manta y rodeada por la carpeta y papeles del caso. Al final de mucho
darle vueltas me quedé dormida.
Desperté a medias, primero un ojo
y luego el otro. Todavía tenía papeles entre mis piernas. La tormenta ya había
dejado de serlo y parecía que todo había vuelto a la normalidad. No se
escuchaban ruidos raros ni corrientes de aire empujando las ventanas. Esa
mañana por los cristales se colaba un sol un tanto tímido, eran las siete y
cuarenta dos minutos. Empecé a moverme poco a poco, estirando mi cuerpo que aún
se mantenía bajo aquella manta conservando el calorcito.
Cuando me levanté me gustó no
escuchar nada, aquel silencio era reparador para mis sentidos. Antes de pasar
por el baño, puse una taza de café con leche a calentar. Yo le llamaba
despertador al café con leche de la mañana. Para mí era muy importante tomarlo
nada más levantarme y bien cargadito, por supuesto. Cuando me acercaba al baño,
vi que había una bolsa de plástico de color rojo a un lado de la puerta de
entrada al piso. Primero hice pipí, no me aguantaba más. Me lavé las manos y la cara y salí a buscar
aquella bolsa que no me sonaba de nada. Tenía un doble nudo, así que la cogí y
sin abrirla me la llevé a la cocina. La dejé encima de la mesa y tomé mi
despertador, le añadí dos cucharadas de azúcar y mientras removía no dejaba de
mirar la bolsa roja pensando…
Mi teléfono móvil empezó a sonar avisándome de
que había recibido un nuevo mensaje y eso me distrajo. Fui al comedor a mirar
el mensaje. De aquella taza humeante sorbía a poquitos el café con leche
mientras leía el mensaje de mi ayudante, que decía que te teníamos que vernos
enseguida. Parecía que tenía algo importante para mí. Le di un par de sorbos
más grandes al café con leche casi terminando con él. Bloqueé el móvil y sin
soltarlo me fui corriendo a mi habitación para vestirme. No es que tuviera
mucha prisa, pero aquello de saber que alguien tiene algo para ti que puede ser
importante, provoca que vayas más rápido aún sin querer.
Salí a la calle ataviada con ropa de abrigo,
la verdad es que me incomodaba un poco ir tan forrada, pero tenía el cuerpo
destemplado y no quería caer enferma. Caminé buscando las partes de la calle
donde poder andar bajo el sol sin dejar de pensar, mientras llegaba donde había
quedado con mi ayudante. Por un lado estaba impaciente por saber que tenía para
mí, aunque no lo suficiente como para descentrarme. La verdad es que Martín, mi
ayudante, era un chico talentoso muy atento con los detalles y apreciaba las
cosas de una manera muy especial. Quizá por su dificultad para hablar debido a
una operación de garganta reciente y el hecho tener que escribir todo lo que
quieres decir te hace que pienses distinto. Cuando llegué donde habíamos
quedado, le vi sentado en el banco más alejado de donde se suele poner la
mayoría de gente. Allí escribía algo en su inseparable libreta. En cuanto me
senté a su lado, me tendió la plana de su libreta donde había escrito unas señas
y una palabra en mayúsculas con varios círculos alrededor…CUIDADO. Como pudo me
decía que no le gustaba como pintaba aquel caso y que algo no pintaba bien. Le
comenté que tenía que ir a la comisaría de policía para hablar con Daniel
e intentar que le contara todo lo que hizo el día que le detuvieron.
Absolutamente todo, sin dejarse ningún detalle. Martín anotó la tarea, y alguna
cosita más que creyó oportuno de lo que allí comentamos y se fue.
Yo me quedé sentada unos minutos
pensando. Como era posible que culparan al chico de una muerte, si aún no
habían encontrado el cuerpo inerte del secretario. Ni vivo tampoco. Parecía como
si hubiese desaparecido voluntariamente o quizá pudiera ser un secuestro. Eso tenía
más sentido que la muerte sin cadáver. Me levanté y decidí ir al domicilio del
secretario, que eran las señas que me había dado Martín. Cuando llegué al
portal llamé hasta tres veces, cada una de ellas más enérgica hasta que se
asomó una señora por la ventana de lo que parecía un segundo piso y pidió quien
era yo. Le dije soy Elena y quisiera hablar unos minutos con usted. Sin dejar
de mirarme y sin decir nada más, abrió la puerta. Unas escaleras demasiado
empinadas me obligaron a cogerme fuerte a la barandilla para subir. No quería
pensar en ese momento, lo que después me costaría bajar esa pendiente de
escaleras.
La señora que desde abajo parecía
algo más joven, de cerca creo que le pondría unos 80 años. Me ofreció asiento
en un sofá que posiblemente tuviera más años que ella. Me senté y ella se
retiró sin decir nada. A los pocos minutos acudió con dos tazas de té muy
calientes. A mí el té no me apasionaba, pero aquella mujer debió pensar que sí,
porque su cara así lo reflejaba. La abuela cogió la taza y se la llevó a la
boca dándole un gran sorbo. Me dolió verlo. Dibujé una tímida sonrisa en mi
rostro y tomé mi taza por el asa para no quemarme. De todas formas notaba el
calor en mis dedos, era incapaz de sorber ni un poco, sólo podía soplar.
Hacía unos doce minutos que
estaba allí sentada con aquella mujer y aún no le había preguntado nada sobre
el secretario. A ella parecía no preocuparle demasiado, como si el hecho de
tener compañía fuera lo que le gustaba. Le pregunté cuanto tiempo hacía que
conocía al señor Ignacio secretario del
Juez Martínez. Y si sabía dónde estaba. La señora terminó su té tranquilamente
y luego se limpió una gota que le recorría la comisura de los labios con la
manga de su bata. Entonces respondió. El señor Ignacio hace cuatro días que no
viene por aquí y donde se haya marchado,
no tengo ni idea. Esas cosas no me las cuenta. Y entonces se recostó
en su hamaca como esperando mi turno. Le pregunté si era su casera o su madre.
La anciana sólo dijo que era la casera. Me pareció que de aquella mujer no iba
a sacar mucho más de lo que me había dicho, por el momento. Así que le pedí usar el cuarto de baño y me
indicó gesticulando con su mano derecha donde tenía que dirigirme. Entré, cerré
la puerta y cuando me disponía a acomodarme y con los pantalones y las bragas
por las rodillas, me fijé que a mi derecha, en la esquina tal como estaba
orientada yo, había una bolsa roja de plástico con un par de lazadas. Qué extraño
me parecía, aunque podía ser casualidad, pero es que era el mismo rojo y una
bolsa igualita. Sin llegar a sentarme en aquella taza, me coloqué en posición
para hacer pipí, cuando un par de golpes desconcentraron mi meada. Sin pensar
grité… ya salgo. Y a cambio escuché… No hay prisa, sólo quería decirle que
estaré abajo en la entrada, ¿sabrá bajar sola? Le dije que sí. Se escucharon
unos pasos lentos que se arrastraban alejándose y decidí darme prisa con una
intención clara. Salí del baño y me aseguré que la anciana no estuviera por
allí. Empecé a mirar el interior de algún cajón, en la cómoda y así, mientras
iba buscando la forma de salir de aquella casa tan cargada de cosas por todas
partes. Ya en la primera planta y después de un vistazo rápido para corroborar
que la abuela no estaba, le revolví un par de cajones más de un viejo mueble
bar, miré otro mueble alto y también en una especie de pianola antigua en la
que un cajón se prestaba a la curiosidad. Lo abrí y no se veía nada, lo saqué
un poco más y en el fondo había una libreta pequeña y en la que sólo había anotado
un número de teléfono que memoricé. Al lado un llavero con dos llaves. Una de
puerta normal y la otra parecía de una caja de seguridad. Pensé en cogerlas
pero no lo hice. Por cierto el llavero era de color rojo. Cerré el pequeño
cajón y me dispuse a bajar, aquella anciana seguro que ya estaba esperando con
ganas de que me fuera de allí.
Cuando salí a la calle no vi a
nadie, quiero decir que la anciana no estaba. No sabía si esperarme o
marcharme. Decidí esperar unos minutos. Mientras pensaba de donde serían aquellas
llaves y que por supuesto pertenecían al secretario. Trataba de convencerme de
si la abuela sabía de esas llaves, por el sitio y la forma de esconderlas al
fondo del cajón.
Mi móvil me avisó de un mensaje
nuevo. Era Martín y decía. EL chico me ha contado algo, creo que deberíamos
vernos. Le devolví un mensaje. Café viejo, en media hora. Ese lugar
lo conocíamos bien, era un sitio tranquilo donde se podía hablar.
Me subí el cuello de la chaqueta
que me dispuse a marcharme cuando una voz que reconocí, me dio el alto. Era la
anciana. Caminó hasta estar muy cerca de mí y me tendió la mano en la que entre sus dedos
sujetaba un trozo de papel. Nada más cogerlo, ella se dio media vuelta y se
metió en su casa cerrando la puerta. Mi cara hizo un gesto de no entender, y con
las mismas retome mi camino hacia el café. Le eché un vistazo rápido a la nota
que me pasó la abuela, había una dirección y dos iniciales en mayúscula. Doblé
el papel y me lo guardé.
Entré en el Café viejo y miré
buscando a Martín, como no lo vi, pensé que yo había llagado antes, así que me
senté en una mesa arrinconada para dos. Abrí el bolso y saqué mi bloc para
anotar algunas sensaciones de la visita a la anciana, el número de teléfono que
había en aquella libreta y lo de las llaves. En esa misma página puse el trozo
de papel que me dio la abuela y algún otro apunte que me pareció importante y
que no quería olvidar. Repasé las iniciales hasta cinco veces. Una I y una M.
Medio traspuesta remarcando aquellas
iniciales sentí que Martín se acercaba, retiró la silla y se sentó frente a mí con su libreta aún en
la mano. Me miró y me hizo un gesto para tomar un café, asentí y levanté la
mano para que el camarero me viera. En mi boca aún quedada el regusto áspero de
aquel té cargado y demasiado caliente. Cuando el camarero nos hubo servido,
empezamos nuestra conversación.
Martín abrió su libreta y la giró
para que pudiera leer sus notas… me quedé impresionada de lo que iba leyendo, y
cuanto más leía más alucinaba.
Lorenzo López
Continuará el próximo jueves 10 de abril.