Hemos llegado a un punto que ya
casi que no sabemos distinguir entre la verdad y la mentira. Nos cuentan una
historia y no sabemos entender ni siquiera de que va. Simplemente la creemos. Simplemente
la contamos a nuestros amigos. Simplemente la hacemos nuestra, porque parece
que refleja algún parecido con algo que nos atañe, y eso no lo podemos dejar
pasar. Me río de todas estas pantomimas, que al final lo único que consiguen es
cambiar nuestro rumbo. Nuestra manera de ver ciertas cosas, o nuestro destino. Porque
casi siempre cuesta menos creer una mentira que una verdad. Simplemente, porque
la verdad siempre a dolido. Siempre ha sido mala en millones de decisiones en la vida. Preferimos engañar y que nos engañen, que plantarle cara a la vida y
decir que hasta aquí hemos llegado. Que ya vale. Que no hay más. Que se acabó
del todo. Que se terminó para siempre.
No distinguimos lo bueno de lo
malo, más allá de que algo nos interese más o menos. Porque en ocasiones lo
bueno nos convence más que lo malo, o porque algunas veces lo malo es irresistiblemente
mejor que lo bueno. Sabemos en la mayoría de casos que algo no nos conviene,
pero nos gusta y lo tomamos, igual que sabemos que hay cosas que nos
convienen y no las tomamos. Sinceramente somos así de gilipollas.
No vemos la diferencia entre un
vaso medio lleno o medio vacío, ni diferenciamos de quien nos ama de corazón,
de quien nos quiere en su confusión. Porque confundimos un par de besos
apasionados, con un para toda la vida.
Confundimos el ya vendré, con el aquí estoy. Confundimos el pase lo que pase, con el ya pasaré. La vida se retuerce alrededor
nuestro sin casi dejarnos espacio entre lo que deseamos y lo que nos conviene. Porque
la diferencia entre uno y otro siempre será la misma. La envidia.
Apenas notamos la diferencia
entre lo dulce de la vida, del amor sin condiciones. De la amistad, del cariño
de mamá, de estar para siempre, o simplemente de estar. De lo amargo que es un
hasta nunca. Un adiós. Un no me esperes. Lo triste que es un te quiero por unas
condiciones concretas y no por cómo eres simplemente. Lo amargo que es saber
que nadie te piensa mientras uno no deja de pensar en los demás.
Hemos llegado hasta el punto que no
distinguimos entre ayer, hoy y mañana. Y el tiempo sigue pasando, y aun así, no
nos damos cuenta que envejecemos sin saber la diferencia entre lo que deseamos
y lo que necesitamos.
Y sinceramente, cada vez entiendo
menos a la gente que me rodea.
Lorenzo López