El coche se alejó rápidamente de la zona boscosa,
lentamente el sonido del motor se desvanecía. Me sentía asustado y al
abrir los ojos me sentí en un lugar desconocido, siempre había estado en casa
de la que consideraba mi familia. Intuí que me habían abandonado.
Soy un gato y mi nombre es Dino.
He sido criado entre caricias y comida envasada especial
para gatos. No entendía por qué el señor de la casa, Andrés, me había dejado
allí. Empecé a hacer memoria con la intención de recordar si había hecho algo
malo. La verdad es que era un buen gato (y no porque lo digo yo) si no porque
llevaba con esa familia más de 4 años y jamás me habían reñido por hacer o
estar donde no debía. Allí, en la casa, tenía un lugar para mí en la cocina, un
almohadón grande donde descansaba y una caja donde hacía mis necesidades y, por
cierto, nunca lo hice fuera de ella.
Empecé a caminar lentamente por la zona para investigar. No
tenía ni idea de dónde ir. Empezaba a anochecer y la verdad era que me
estaba asustando, aquel lugar era de una vegetación espesa y unos sonidos
nuevos para mí, que me hacían perder la concentración. No había comido desde el
desayuno y tenía hambre, pero no sabía cómo hacer para encontrar algo para
comer. Andaba despacio y sigiloso para poder atender bien a aquellos sonidos
que me tenían intrigado. En ese momento cerca de mí pasaba una especie de bicho
que no había visto nunca y empecé a jugar con él. Aquel bicho no parecía
asustarse, incluso pensé en comérmelo pero era incapaz de matarlo, así que lo
dejé y seguí andando.
Tras no sé cuantos pasos observé un ratoncillo diminuto que
roía una especie de castaña o algo parecido. Me acerqué muy despacito hasta
estar casi encima, pero aquel mini ratón parecía acostumbrado a que se le
acercaran. Di un paso más y otro tras una pequeña pausa, y lo atrapé con mi
pata diestra (que es la buena) y escuché un graznido débil y corto. Tenía
hambre, pero no sabía qué hacer, si comérmelo o dejar que se fuera. Al final me
lo llevé a la boca y lo mordisqueé unas cuantas veces hasta que dejó de
moverse, continué masticando hasta que me lo tragué. La verdad es que no estaba
mal y tenía que acostumbrarme ya que no sabía el tiempo que tenía que estar por
allí. Seguí paso a paso hasta que encontré un claro en el que creí que si me
asomaba, podría orientarme. Al llegar y asomar mi cabeza por ese claro que
dejaban la plantas me di cuenta que aquel bosque seguía tras una pequeña
pendiente. Me senté pensando qué podía hacer, casi era de noche y aquel lugar
no me gustaba para dormir. Era un lugar tenue y frío, yo
me había acostumbrado a dormir cerca del fuego a tierra que había en la
casa. Allí estaba muy bien y sentía el calor por todo mi cuerpo mientras me
mantenía estirado a todo lo largo frente a él. Además, en toda la casa el
ambiente era bastante cálido, gracias en su mayor parte a que la señora era muy
friolera. Pero ahora me encontraba aquí, en un lugar desconocido, frío y además
al anochecer se volvía tenebroso. La verdad es que me estaba poniendo algo
nervioso y decidí pensar en otra cosa más agradable para combatir aquella
situación. Entonces me tumbé encima de un puñado de hojas secas y cerré los
ojos con la intención de pensar en algo mejor, pero siempre alerta.
Entonces… recordé cuando un verano la familia me llevó con
ellos de vacaciones, éramos turistas durante 15 días. En ocasiones me tenía que
buscar un poco la vida cuando el señor Andrés, su mujer Susana y sus dos hijos,
Pablo y María se iban a la playa. A mí me dejaban en el apartamento, que era
planta baja, pero siempre estaban las ventanas abiertas. Una vez se coló un
perro de un brinco mientras hacía mi siesta de media mañana, me dio un susto de
muerte. Me desperté de repente y aterrado. Aquel perro se puso delante de mí y
me sentí acorralado. Sólo se me ocurrió impulsarme y saltar por la ventana
hacía la calle. Tuve suerte, ya que el perro no lo pudo hacer a la primera. No
sabía el tiempo que tardaría en salir y si saldría, pero yo por si las moscas
me fui a dar un paseo. Entonces sí que era como el resto de turistas caminando
por el paseo marítimo mientras el sol les tostaba la piel. De repente, dejé de
recordar y me armé de valor. Ahora era un turista accidental en un lugar que no
conocía. Me puse en marcha bajando aquella pendiente hasta llegar a la parte
llana. Una cosa estaba clara, no debía perder la calma y ante todo mantenerme
alerta. Eché un vistazo a derecha e izquierda y seguí un poco más hacia el
frente. Escuché unos sonidos que venían por encima de mí, miré a lo alto y vi
un par de ardillas que se metían en un agujero redondo del árbol a unos metros
del suelo. Eso me hizo pensar que quizá era una buena opción para pasar la
noche, así que me emparré al siguiente árbol. Allí me acurruqué en una de las
ramas anchas de las varias que tenía a mi disposición, ya que en este árbol no
había agujero para meterme. Pasé la noche, que fue una de las más largas
de toda mi vida, quizá fue larga porque había pasado frío,
pero sin más inconvenientes que algunos de los ruidos constantes durante
todo el día. Por lo demás no estuvo mal.
Bajé del árbol con dos saltos y, una vez en el suelo, me
estiré (como hacemos todos los gatos) poniendo mis patas de delante firmes al
suelo y llevando el resto de mi cuerpo hacia a atrás al mismo tiempo que
removía mi cola. Una vez terminé me dispuse a asearme lamiendo mis patas, primero
la derecha con la que me frotaba la parte de la cara que correspondía a esa
pata, y con la otra pata hice la misma maniobra. Tras terminar empecé a caminar
siguiendo la misma dirección, al frente. Tenía que encontrar agua, la cena de
ayer me había dado sed. Me arrimé a unas hojas grandes que aún tenían restos de
agua de la madrugada y bebí todo lo que pude. Ahora tenía que seguir y
encontrar algo para comer. Pensaba que un ratoncito no estaría mal… mientras me
relamía. Otra cosa que quería hacer era comer hierba para purgarme (los gatos
comemos una especial para estos casos), pero mandaba narices que en aquel
bosque y con toda la cantidad de hierba que había, no encontrara la que nos
gusta a los gatos. Quizá llevara una hora caminando, no sé, y de repente
escuché unos ladridos de perro grande, o por lo menos lo parecía, me olvidé de
la comida, pero no de que yo podía ser la comida de aquella bestia. Así que
subí a un árbol que tenía a mi lado y observé el terreno. Cierto, era un perro
grande acompañado de dos hombres que portaban escopetas, así que era peligroso
estar cerca. Me senté en esa misma rama a esperar que se alejaran. Tenía mucha
hambre, por allí no había nada para comer y no sabía el tiempo que tendría que
esperar.
Al final me dormí y cuando desperté sería medio día, porque
el sol era más intenso y mi estómago me pedía comida. Salté y empecé a
olisquear por allí para ver si encontraba algo para comer. La verdad es que un
ratoncillo como el de la otra vez no me iría nada mal. Tras mucho buscar, solo
encontré una par de saltamontes, con los que jugué un rato hasta que pudo más
el hambre que el juego y me los comí. No me gustaron, pero era lo que tenía.
Además tuve que regurgitar el primero que me comí, sus patas traseras impedían
que me lo pudiera tragar con facilidad, con el segundo y la lección aprendida,
ya fue más sencillo, antes de llevármelo a la boca, se las arranqué. Tras
relamerme hasta quedar limpio, me dirigí por donde habían pasado los perros
corriendo lo más rápido que pude. Cuando llegué al otro lado me escondí entre
unos matojos, descansé un poco mientras se me pasaba el miedo que había pasado.
De repente vi un camino y me dispuse a seguirlo. Al principio no veía a donde
iba a parar. Tras subir una pequeña cuesta mi visión se hizo más extensa y pude
observar que aquel camino iba hacia una granja y sin dudar me fui hacia ella.
Al acercarme vi que había un par de niños jugando y seguí caminando, pero ahora
más lento hasta llegar cerca de los críos. Uno de ellos al verme gritó…Juaaan, me
asusté un poco, mientras me señalaba como si nunca hubiese visto un gato. Yo me
hacía el remolón entre sus piernas para que me cogieran cariño y además no
dejaba de maullar suavemente. Al final a uno de ellos se le ocurrió que quizá
tuviera hambre (menos mal) y me llevó en brazos hasta la casa. Allí me puso un
cuenco con leche y al lado otro con unos trozos de jamón york. Empecé a comer
mientras notaba la presencia de los dos chicos mirándome. Entonces escuché el
sonido de cuando se abre una puerta y entró una señora, que al parecer era la
mamá de los críos. Yo seguí comiendo algo más despacio sin perder de vista a
aquella mujer. Maullé un par de veces muy suave y continué con lo mío. Aquella
mujer me miró y pareció no importarle que yo estuviera por allí, es más, se
tomaba un vaso de zumo tranquilamente. Los dos chicos, casi al unísono, se
pronunciaron a aquella señora pidiendo entre sollozos que me quedara con ellos
en la casa. A mí me iba de perlas que aquellos críos se comportaran así, cuanto
más lástima dieran ellos a mamá, más fácil lo tendría yo para quedarme.
A mi favor diré que también ayudé por la parte que me
tocaba, maullando unas cuantas veces aún más suave que antes y poniendo cara de
gatito bueno y nada asustadizo, ya que a nadie le gustan los gatos así, porque
tienden a dañar a quien los intenta coger. Mientras miraba a mamá, mi cara era
un poema de los tiernos…
(Esperaba un sí)
Mamá puso una condición a los dos críos. Tenían que hacerse
responsables de mí. De mantener mi zona limpia y recogida, de darme de comer y
de no maltratarme (eso me gustaba). Los dos críos gritaron que me atenderían
muy bien. Yo la verdad es que tragué saliva, me relamí y caminé hacia mamá,
colándome entre sus piernas varias veces. Ella se agachó y me acaricio el lomo
un par de veces.
En un rincón de la cocina me colocaron un cojín más o menos
grande y me acercaron los dos cuencos, uno de ellos lo llenaron de agua, el
otro de momento estaba vacío. Me sentía tan feliz que me tumbé en el cojín y me
dormí pensando en que tenía que comportarme en aquella casa, como mínimo un
tiempo hasta que me cogieran más cariño. Sobre todo la mamá, a la que tenía que
ganarme poco a poco.
Mi sueño era que me quedaba allí para siempre.
Lorenzo López