Era ya de día cuando el castillo
todavía no había abierto sus puertas. Aquella mañana, la Princesa, durmió hasta
tarde, tuvo una noche de festín y bailes que a ella nunca le gustaban. Una vez
despierta, al levantarse de la cama, lo primero que hizo, fue mirar por la
ventana.
Sus ojos aún eran pequeños. El
sol los iba calentado, mientras poco a poco se iban abriendo, y cada vez veía
más, cada vez era más bonito lo que podía contemplar.
Lo primero que vio, el azul del
cielo. Era precioso, como ella. Azulado, como cuando la calma acompaña un día
plácido de mar.
Después de aspirar el aire fresco
que venía de las montañas, de las flores, de la tierra que rodeaba todo aquel
valle, y a su vez todo el castillo que la Princesa tenía.
Escuchaba los pájaros cantar, las
hojas de los árboles moverse, como si no dejaran de bailar. Todo era precioso,
tan lindo que hacía de ese lugar el más especial. Pero a ella no le gustaba
estar allí, encerrada.
Cuando se dispuso a bajar, pidió
que nadie la acompañara, quería estar un ratito sola. Llegó cerca del jardín,
estuvo un rato mirando sus flores. Tenía rosas rojas, margaritas amarillas y
blancas, hermosos claveles de varios colores. Después de un buen rato contemplando sus
flores, mandó que abrieran las puertas, tenía ganas de ser libre, de salir de
aquellos muros.
Salió como si nunca hubiera
salido, respiró como si jamás lo hubiera hecho. Camino sin saber dónde, hasta
sentarse en un sitio que era su preferido. Una pequeña piedra casi redonda,
casi perfecta.
Allí se puso a pensar en su
amado, en el hombre de su vida. Una lágrima se deslizó, bajando hasta llegar a
sus labios, donde con su dedo índice apartó.
Ese hombre al que la Princesa
amaba con toda su alma, para sus padres no era de su talla, no era ni Príncipe,
ni sería rey. Por lo tanto nunca le dejarían que ella se casará con él.
Sus padres, el Rey y la Reina. Ya
le habían buscado Príncipe, era arrogante y lleno de hipocresía. La Princesa no
estaba muy segura de quererlo, aunque era muy guapo y alto, de cabello castaño
y su tono de piel tostado oscuro.
La verdad es que imagen no le
faltaba, pero no sabía apreciar lo que ella era, una mujer. Nunca salió de su
boca un te quiero sincero, ni tan solo era amable con ella, solo cuando estaban
sus padres presentes, se portaba distinto, hacía el papel de cariñoso, para que
ellos lo vieran como el marido perfecto para su hija.
Ella, en cambio, no quería
casarse con él. No era para ese Príncipe, el amor que llevaba en su
corazón.
La Princesa, amaba a un joven que
vivía en una pequeña aldea muy cerca de su castillo. Tanto que ese joven
trabajaba allí. Lo había visto en varias ocasiones arreglando su jardín. Era
poco más alto que ella, su piel morena clara, su cabello negro y lacio, pero
muy trabajador y sencillo.
La Princesa, recordaba cuando lo
vio por primera vez, cuidando de sus flores, entregaba una caricia diferente a
cada una de ellas, con tacto y tan dulce, que hasta las plantas lo notaba
cuando él no estaba para que las cuidara.
Un día, después de mirar por su
ventana, bajar a su jardín y salir como siempre lo hacía, fue a sentarse en su
piedra, como cada mañana.
Pues esa mañana, se convirtió en
la mejor que tuvo en mucho tiempo, fue a partir de ese día, el comienzo de lo
que sería la mejor historia de amor que se pueda contar en un cuento, de
Princesas y Castillos.
Ese día mientras la Princesa
caminaba hacia su piedra, el joven de la aldea se acercó casi al mismo tiempo
donde ella se quería sentar.
Se miraron un momento y ella le
pidió compartir la piedra un momento. La joven, le dijo que tenía que hablar
con él, que no se preocupara por el trabajo.
Él aceptó, y juntos sentados, se
pusieron hablar de lo que a cada uno le gustaba hacer. Ella solo le podía
explicar lo bien que vivía, que nunca le faltaba nada, comía lo que le
apetecía, y como no, mandaba a todos los del castillo, que un día sería suyo.
Ella después de contarle todo aquello, pensó que él, lo estaría pasando mal.
Sus ropas eran casi siempre las mismas, y le había visto comer grano del que
tiraban para los animales.
Él apenas cambió su cara, al
contrario, dibujó una leve sonrisa, que ella no lo entendía. Entonces la
Princesa le preguntó que porque sonreía si era tan pobre.
Él le contestó: No soy pobre, yo
tengo de todo, hasta lo que tú jamás has visto, hasta lo que no comprarías ni
con todo el tesoro que pudieras tener en la vida. Ella le pidió que le
explicara.
El joven le dijo, mira, para
empezar vivo en un sitio tranquilo, nadie me molesta, cuando quiero música abro
mi ventana y escucho los pájaros, el sonido de las hojas cuando las mueve el
aire. Cuando tango hambre busca plantas y raíces que conozco, tengo animales en
mi pequeña granja que me dan alimento.
En cuanto a lo que me dices de
vivir bien, pues fíjate, ves aquel valle, allí voy con mi perro y jugamos tan
divertido que hay días que nos anochece.
Vosotros en el castillo os
alumbráis con fuego de antorchas y velas, a mi cada noche me da luz la luna y
las estrellas. Vuestro muro limita vuestro espacio, mi espacio lo limita el
extenso monte. Bebéis agua estancada, la mía es corriente, del riachuelo que
pasa cerca de mi aldea.
El protocolo que os rige, os
manda. A mí, me manda el momento, lo que yo quiera hacer sin que nadie me lo
impida. Jamás pienses que soy pobre, doy gracias por tener lo que tengo y
disfrutarlo cada día, aunque no lo creas, soy más rico que tú. Vivir bien... tu
Princesa, todavía no sabes lo que eso significa, yo te lo puedo enseñar si
vienes conmigo.
La Princesa lo miro sonriendo y
le dijo que hablaría con su padre para que le dejara marcharse a vivir con él.
El joven le dijo. Si le pides
permiso a tu padre, la que va a ser pobre siempre, serás tú. El no te dejará
venir conmigo.
Ella lo pensó tan solo un
instante. Se levantó de la piedra, rodeó al joven con sus brazos y le dijo...
me voy contigo, a tu castillo, para ser tu mujer, para ser la esposa del hombre
más rico del mundo.
Y así lo hizo, se fue con el
joven. Vivieron en la aldea los dos juntos, disfrutó de toda la riqueza que él
tenía, sin que nunca
se terminara. Él la amó tanto,
que ella además de convertirse en la mujer más rica, fue también la esposa más
feliz de su propio reino. Reino que el joven invento para ella.
-Cuentan, que aunque fue
desterrada, él, cada mañana la despertaba diciendo...”Buenos días Princesa”,
seguido de un tierno te quiero y acompañado con un dulce beso, para empezar otro
día en el reino que él inventó para su Princesa.
Lorenzo López