Mi aburrimiento hizo que me fuera a
la cama más temprano que de costumbre. Aunque no quería. No recuerdo la
cantidad de vueltas que di hasta quedarme dormido.
Me desperté sin más. Mis ojos se abrieron tanto que a pesar de que aún era
de noche, pude ir al baño sin dar la luz. Cuando regresé de mear, me senté en
el borde de cama y miré la hora. Eran las cinco menos cuarto de la madrugada y
yo despejado del todo. Me acerqué al balcón del comedor, lo abrí y me asomé
para ver qué tal se presentaba el día. Hacía freco, pero se me pasó por
la cabeza salir a dar un buen paseo.
Me levanté en cuello de la chaqueta me subí un poco más la cremallera y me
aventuré por la calle que tenía casi enfrente del portal de casa. Despejada de
transito y con pocos coches aparcados, avanzaba andando por el medio de esa
calle sin más preocupación que pensar hacia qué lado giraría cuando llegará la
final de la misma. Decidí que a la izquierda. Anduve arrimado a la pared unos
veinte metros, luego volví a caminar por el medio de la calle. Apenas había
andado unos pasos por el medio de la calle y me pareció escuchar el sonido de
una motocicleta. A aquellas horas cualquier sonido aunque fuera lejano, era
como si estuviera allí mismo.
Nuevamente me arrimé a un lado y me puse tras uno de los pocos coches
que había aparcados. Me equivoqué, no era una moto, era un coche que venía muy
despacio. Este se detuve unos pocos metros delante de mí. En el interior iban
dos personas que no podría describir, ya que me quedé tras aquel coche por
curiosidad. Incluso dudé que aquellos dos perlas supieran que un alma despejada
deambulaba por la misma calle que ellos a esas horas. Seguí quieto en la
penumbra observando.
Los compinches se apearon del coche casi al mismo tiempo. El conductor se
quedó al lado de la puerta por la cual había salido. Supuse que vigilando, pero
no imaginaba el porqué. El que salió por el lado del copiloto, se fue a la
parte trasera del coche y abrió el maletero. Sacó una caja de tamaño mediano, y
que parecía pesar un poco. Dio unos pasos y se colocó justo frente al
contenedor verde, lo abrió y deslizó aquella caja con cuidado, supongo que para
no hacer ruido. Se volvió y fue hacia el coche. Casi al mismo tiempo que se
cerraban las puertas, el motor se puso en marcha y tan despacio como habían
llegado, desaparecieron en la madrugada aún oscura.
Mi cabeza se quedó dando vueltas a lo que aquellos pardillos habían hecho. Algo
malo estaba pasando. Me dejé de ostias y como por allí no había nadie, ni tan
solo una luz encendida de ningún vecino, decidí ir a buscar la caja. Abrí el
contenedor, me asomé y miré dentro. Mal contadas habría una docena de bolsas,
de las que doy fe que sí era basura de la que marca diferencias. Tomé aire y me
emparré por aquel contenedor. Al estar
casi vacío, aquella caja había quedado muy abajo y me costaba llegar, pero
insistí haciendo un último esfuerzo… hasta que caí dentro. Una vez en su
interior y empapado de aquella mierda que hedía como para ponerte el bello de
punta, decidí abrir la caja allí mismo. Coño… Vaya sorpresa que me llevé. No
entiendo cómo se puede ser capaz de tirar estas cosas en un contenedor de
basuras. Cerré la caja y apilé todas las bolsas de basura una encima de otra,
hasta conseguir una altura más o menos suficiente como para poner la caja
encima y así poder cogerla desde fuera. Salí del contenedor, miré a ambos lados
y todo seguía igual de tranquilo. Mi
ropa estaba acartonada y olía como para tirarla allí mismo e irme a casa en
pelotas. Hasta se me saltaban las lágrimas de la peste. Pero lo que encontré no
podía quedarse allí. Cogí aire de nuevo y me asomé para agarrar la caja. Quería
alejarme de aquel contenedor y de su aliento putrefacto. La caja estaba
pringada y mis manos resbalaban, bueno la verdad es que todo estaba bastante
resbaladizo. También mis zapatillas patinaban más de lo que quisiera. Menuda
tenía liada en la calle, aquel tufo desagradable se colaba sin permiso por
cualquier sitio. Como pude sostuve la caja para que no se me cayera y empecé a
caminar. Lo hice durante unos pocos minutos, cuando un furgón me cortó el paso.
Se detuvo a diez metros, más o menos frente a mí. Vi bajar la ventanilla de la
puerta, y un tipo de color, un negro vamos, me preguntó si tenía lo suyo. En
aquella situación resbaladiza de manos y pies ni tan sólo pensé en corren. El
negro se bajó del coche y me dijo. Llegas a tiempo. Bien danos la caja como
habíamos quedado. Y lentamente caminaba hacia mí.
Mis uñas al más puro estilo “garras”,
se aferraron a la caja, tanto, que los calvos de Cristo parecían chinchetas.
Cuando el tipo de color estuvo suficiente cerca como para que la peste de mis ropas
de le colara hasta las sienes, no sé movió ni un centímetro. Renegué y solté un
par de tacos de los fuertes. Cabrón,
gilipollas… que estoy muy loco tío…, y cosas así para acojonarlo. Pero lo que
conseguí fue que viniera su amigo que se hubo quedado en el coche hasta
entonces. Ese tipo con cara de muy mala leche y unas manos grandes como panes,
se acercaba con chulería hacía mí y traía una mochila colgada de su hombro
derecho. Yo aflojé de hacer el tonto, que remedio, aunque aún seguía remugando mientras
les pregunté qué estaba pasando. El de las manos como panes me lanzó la mochila
medio abierta cerca de mis pies. El cabrón no quiso acercarse a mí, supongo que
por el pestazo que aún desprendía. Miré la mochila, me agaché y comprobé que
contenía billetes de cien euros. Aquel tipo insistió en que le abriera la caja
para echar un vistazo y así lo hice. Le echó un vistazo y asintió con la
cabeza. No entendía día, yo sólo quería hacer las cosas bien y aquellos tipos
me lo estaban impidiendo. Los miré a ambos y haciéndome el valiente les
pregunté la cantidad de dinero que había en la mochila. 100.000 euros… ese es el precio que nos dijeron que valía la tinta para
los billetes. Dijo el de las manos grandes.
Y no se me ocurrió otra cosa más que preguntarles, que si estaban seguros que
esa era la cantidad que iban a pagarme por aquella caja. Y manda huevos, porque
no sé que entendieron aquellos dos, pero el grandote se fue al coche y volvió
con un sobre enorme, que esta vez sí me dio en mano, diciendo… ahí van otros
100.000. Y no te daremos ni un céntimo más. Y me señaló la caja con aquella
mirada que asustaba al miedo. Tenía que seguir fingiendo el rollo que me había
montado, y le pedí hacer un intercambio. Darles mi caja por la mochila, el
sobre y las bambas del negro. Tal y cómo estaban las mías no podría correr ni
diez metros.
Sin llegar a pestañear, tuve las zapatillas junto a la mochila. Mis uñas
seguían clavadas en aquella caja. La dejé en el suelo y me senté encima, era
una forma de que no se la llevaran antes de que me calzara las bambas, que
aunque me iban un poco grandes, no resbalarían en mi huida. Me levanté, puse el
sobre dentro en la mochila, la cerré y mientras tanto retrocedía unos pasos sin
dejar de mirares y abandonando la caja.
Parecía que todo estaba saliendo bien. Quiero decir que se lo estaban
tragando. No sé a quién esperaban pero no era a mí. Así que me giré y eché a correr
todo lo deprisa que pude antes de que apareciera alguien con la caja buena.
Sólo pensaba en alejarme de allí lo más rápido y lejos que pudiera.
La casualidad del lugar, la situación que se había producido y las ganas de
obedecer a vete a saber quien, se unieron aquella noche. yo sólo aprovechaba la ocasión. Aquellos dos tipos me
habían pagado 200.000 mil euros por una caja, que unos minutos antes recogí de
un contenedor cercano.
Lo peor no era pensar lo que yo había pasado a cambio de los 200,000 euros.
Lo que no podía imaginarme, era que iba a ser de aquellos dos tipos cuando
descubrieran que había en la caja no “la
tinta para los billetes”.
El contenido de la caja eran cuatro garrafas de aceite de motor usado, que
yo quería dejar en su contenedor correspondiente.
Lorenzo López