Cualquiera puede apuntarse a esta
razón de hacer o de creer. Quien piense que tiene un sólo motivo para
juzgarme, se equivoca.
La leyenda…
Cuenta la leyenda, que en un
pueblo había un alma que robaba los motivos de la gente. Se acercaba a la
personas durante la noche y postrado a los pies de la cama, se apoderaba de los
motivos de esa persona. Ese, parece que era el mejor momento, ya que minutos antes
de dormirse el cuerpo está más relajado.
El ladrón de motivos, como lo
llamaron, nadie lo hubo visto nunca. Quizá por eso todo el mundo decía que se
trataba de un alma en pena. Hasta llegaron a montar guardia en algunas casas
durante la noche, con el fin de poder ver quien hacía esas cosas con la gente.
Nadie nunca descubrió nada. Ni tan
sólo una sombra. Ni un resquicio de movimiento. Nada de nada. Pero muchas de
las personas amanecían de forma extraña. Dolores musculares, cefaleas, angustia
o incluso vómitos como para no poder ponerse en pie. Acudían al doctor del
pueblo para ser atendidos. Este no encontraba un posible remedio, ni tan sólo
una cura provisional para atenuar los síntomas. El capellán del pueblo decía
que era el diablo.
El doctor se pasó casi toda la
noche releyendo libros de doctores célebres y otros reconocidos investigadores.
No encontraba ninguna relación con lo que estaba sucediendo en ese pueblo. Se quedó
dormido junto a media docena de libros abiertos y una taza de café por terminar.
Ya helado.
La luz de luna aún se colaba por entre
las cortinas de la ventana de su pequeño despacho. Justo le daba en los ojos, y eso le provocó un despertar repentino. Se vio rodeado por aquellos libros enormes,
que guardaban mucho saber en sus entrañas, pero que de repente recordó que no
pudieron ayudarle.
Avanzó a paso de ganso hasta el
baño, hecho una gran meada, tiró de la cadena y se lavó las manos y la cara
como si fuera un robot programado. Con los mismos pasos de ganso, salió del
baño y trasportó su cuerpo enclenque hasta la cocina. Allí se preparó el café
en una taza que no era la suya habitual. Esa estaba en el comedor entre un montón
de libros.
El timbre de la entrada sonó dos
veces. Sin dejar la taza de café, anduvo hasta la puerta y abrió sin preguntar.
Dio un paso adelante como si buscara a alguien. Allí no había nadie, aunque él
estaba seguro de que aquel maldito timbre había sonado. En su cabeza aún se hacían
eco los dos timbrazos. Retrocedió y cuando iba a cerrar la puerta, vio un
pequeño paquete justo debajo del timbre y pegado al marco de la puerta. Parecía
como si lo hubiesen dejado allí expresamente. Así que lo cogió con una mano
mientras aguantaba la taza con la otra. Se lo puso bajo el brazo y cerró la
puerta. Mientras caminaba hasta el comedor no dejaba de darle sorbitos al café,
que se iba enfriando por segundos.
Dejó caer el paquete encima de
los libros y se terminó el café de un gran sorbo. Se postró en su sofá y dándole
una vuelta más al paquete se decidió a abrirlo. Era una pequeña caja de cartón
con tapa de una pieza. Dentro había una tarjeta, similar a las de visita
corrientes, donde había escrito una dirección, un día y una hora, para asistir a
la única reunión donde alguien le explicaría que les sucedía a sus pacientes.
Se vistió como un rayo, cualquier
indumentaria estaría bien para una reunión así. Era probable que fuera más un
tú a tú.
A falta de unos 26 minutos para
la hora, salió de casa cerrando tras de sí, una puerta que escondía una noche
de dudas, insomnio y quebraderos de cabeza. La posible razón por la que aquella
reunión pudiera darle la respuesta tan esperada, hacía que sus piernas dieran
pasos más propios de un corcel que de un ganso matutino.
Tres minutos antes del horario
establecido, el doctor estaba en el lugar justo. Empezaba a amanecer, aunque no
se veía demasiado por el momento. Miró su reloj, sólo había pasado un minuto, aún
tenía que esperar dos minutos más. A su alrededor y lo que la vista la
alcanzaba, todo parecía tranquilo y manso. Cada vez más claro, como si alguien
estuviera dando la luz del día poco a poco. Su cabeza no dejaba de girar de
derecha a izquierda y viceversa buscando al misterioso escritor de la nota. Miró
de nuevo la hora y su reloj ya marcaba en punto. Antes de subir su mirada,
alguien le susurró al oído.
-No levantes la vista del suelo.
-No hagas preguntas.
-Dejaré una cosa tras de ti, que
cogerás cuando termines de recitar esto que voy a decirte…
“todos tenemos el derecho de la vida, y con ese derecho, la obligación
de ayudarnos y respetarnos. El que no cumpla sus obligaciones perderá sus
derechos…”
Con más curiosidad que miedo,
terminó de recitar aquello que entró por sus oídos de una forma suave pero
llena de rabia. Se giró y a sus pies había una botella llena hasta arriba de un
líquido transparente. La cogió, la abrió y tras olisquear un poco probó un
sorbo. Una mueca en su rostro juraba no saber que contenía aquella botella. Cuando
empezó a caminar, se dio cuenta que la etiqueta de la botella se despegaba y al
querer ponerla bien se le quedó en las manos. Por suerte no la tiró y se la
guardó en uno de sus bolsillos.
Cuando llegó a casa volvió a probar
aquel mejunje el cual no atinaba a descifrar ni sabor ni olor.
Se puso a recoger un poco el
salón. Aquel montón de libros, las tazas de café y algunas piezas de ropa que
había ido dejando durante el día anterior. De una de las prendas que se hubo
quitado hacía minutos, cayó un trozo de papel. Era la etiqueta de la botella. Una
sonrisa iluminó su rostro completamente.
Empezó a leer… (El empiece del
texto le sonaba mucho)
“todos tenemos el derecho de la vida, y con ese derecho, la obligación
de ayudarnos y respetarnos. El que no cumpla sus obligaciones perderá sus
derechos…
Pero el texto seguía así… todo aquel que se atenga a este reglamento,
será sanado de sus males. Tras el juramento, un pequeño sorbo de agua de la
botella que te dejé, bastará para hacerles creer plenamente.
Aquella mañana se propuso hacer
del comedor de su casa, su consulta provisional para atender a los que sufrían
aquellos males.
Cuando el sol ya alumbraba lo
suficiente, abrió la puerta de su casa y gritó como mercader ambulante, que
tenía la solución al problema y que atendería a todo el mundo por orden allí
mismo.
Como abejas a su panal, se
acercaban las personas que habían sufrido alguna visita del ladrón de motivos.
El doctor les hizo repetir el
texto que él mismo hubo escrito con letras más grandes, en una hoja de papel
también más grande.
Tras la lectura les daba medio
tapón de aquella agua incolora e insípida que parecía ser el milagro para todos
aquellos males.
Días más tarde… semanas incluso,
todos los enfermos parecían sanados del todo. Nadie protestaba y el pueblo
volvía a ser una balsa de aceite. El capellán también había dejado de hacer sus
rezos especiales para maleficios del diablo.
El tiempo modificó la leyenda añadiendo algo así…
Los enfermos nos eran más que casos
de gripe contagiosa que se había extendido por los pueblos colindantes. El líquido
de aquella botella era agua de una fuente natural, sin más poder que el de
saciar la sed de cualquiera.
Eso sólo es una leyenda… pero si
la exprimes, su contenido te dará un buen zumo.
El creer en alguien o en algo,
siempre provoca una sensación de bienestar muy dulce. Si crees que puedes hacer
algo, no dejes de intentarlo.
Lorenzo López