Tras andar las casi 80 millas desde San Juan hasta
Chamico, el Orador entró en el pueblo. Ya era media tarde y quedaban pocas
horas de sol. Vestía una sotana con capucha marrón oscuro con una cinta gruesa
a la altura de la cintura del mismo color. Una bolsa de tela rustica colgaba en
su hombro, en ella llevaba una cuerda no muy larga y una botella de agua vacía.
En su mano derecha, un bastón hecho con alguna rama, extraordinariamente recto.
Antes de nada necesitaba beber y llenar su botella de agua para poder continuar
su camino. Cerca de donde se encontraba, había un establo, al lado del herrero
del pueblo.
Se dirigió directamente a él para pedirle agua. Aquel hombre le miró
de arriba abajo y sin mediar palabra, movió su cabeza indicando que no le daba
nada. El orador le agradeció la atención al herrero y dio media vuelta.
Caminó unos metros hasta estar frente a la primera
casa que marcaba el inicio de la calle de aquel pueblo. Ya en la puerta llamó
dos veces. Una señora fue la que abrió y ni tan sólo le preguntó si quería
algo, cerró nada más verlo. El Orador se acercó a la siguiente casa y de nuevo
llamó, pero en esta ocasión nadie le abrió. Miró a su alrededor y apenas había
una decena de personas por la calle. Pero se dio cuenta que unos pasos más
adelante, al otro lado de la calle, estaba la cantina. Cruzó y se dirigió hacia
allí, entró. Se colocó a un lado de la barra y esperó. El cantinero le preguntó
desde lejos que iba a tomar. El orador no contestó su pregunta quedándose
inmóvil en el mismo sitio. Cuando se acercó el cantinero repitió la pregunta y
el Orador le pidió un poco de agua, advirtiéndole que no tenía dinero para
pagarle. El jefe de la cantina, le dijo que se marchará por donde había venido.
Este le miraba mientras el Orador caminaba hacia la puerta. Justo antes de
salir, un joven le dijo al Orador que no se fuera y, le pidió que le acompañara
a la barra. El joven le dijo que bebiera hasta saciar su sed, que él pagaría la
cuenta. El Orador sólo pidió agua. El propietario le trajo una jarra llena y un
vaso. Empezó a beber, pero cuando la jarra estuvo por la mitad, sacó la botella
de su bolsa y vació el resto del agua en ella. Tras pagar el agua, el joven
acompañó al Orador fuera y le preguntó si quería descansar un poco, él le podía
dejar un sitio para pasar la noche. Este le contestó que no se preocupara, que
ya había hecho mucho por él ese día. El joven insistió y anduvieron hasta un
pequeño cobertizo, propiedad de su padre, y le dio permiso para pasar las
noches que le hicieran falta. El Orador le cogió la mano al joven, preguntó su
nombre y le dijo que estaba en deuda con él. Nunca se olvidaría de la ayuda que
le había dado.
Tras irse el joven, el Orador se acurrucó entre la
paja con intención de dormir. A los pocos minutos el joven llegó con un plato
de estofado y una hogaza de pan de medio kilo, envueltos con un trapo viejo. Lo
dejó cerca de donde dormía el Orador y se marchó.
Aún no había salido el sol y el Orador ya se había
despertado. Vio el trapo que cubría la comida y sin levantarlo casi pudo
adivinar que era. Lo primero que hizo fue arrodillarse y rezar sus oraciones.
Cuando terminó, se dispuso a comer, sentándose en el mismo lugar donde había
dormido. Apenas tardó 10 minutos en comerse el estofado, el pan se lo guardó
para más tarde. Salió del cobertizo con la hogaza de pan en un gran bolsillo de
su sotana y su bastón cogido con su mano derecha. Empezó a andar despacio
mirando a su alrededor. Buscaba una capilla o iglesia para orar un poco más
antes de continuar su camino. Mientras seguía caminando se le acercaron
dos muchachos que empezaron a reírse, a estos se le sumaron tres más con la
misma intención.
Él seguía con su paso lento y su intención de orar antes de
irse. Uno de los chicos se puso delante de él cortando su lento paso y empezó a
provocarle con ademanes despectivos. El Orador dio un paso a su izquierda con
la intención de seguir, pero el resto de chicos le rodearon. Entonces agarró
con fuerza su bastón y le dijo al primero. Si puedes tumbarme usando todas tus
fuerzas, haré todo lo que me pidas. Si no me vences, dejarás que me vaya
tranquilamente. Te daré tres oportunidades. El joven le señaló el bastón y le
insinuó que debía tirarlo. El Orador le contestó que él sólo usaría una mano,
la que no portaba el bastón. El joven aceptó riéndose igual que hicieron sus
amigos. El joven que retaba al Orador se separó un par de pasos hacia atrás y
el resto de chicos hicieron lo mismo formando una especie de círculo a su
alrededor. El Orador permaneció inmóvil a la espera de la reacción del chico.
Entonces este se abalanzo por sorpresa. El Orador simplemente se apartó y el
joven cayó al suelo. Se levantó rápidamente y volvió a ir contra el Orador, que
de nuevo lo esquivó, cayendo el joven otra vez. El resto de chicos empezaron a
animarle. El Orador le dijo que aún le quedaba una oportunidad para vencerle y
le advirtió que sería mejor que se concentrara en lo estaba haciendo. El joven
se enfureció y sacó una navaja con la que intimidó al Orador. Este ni tan
siquiera se inmutó, permaneciendo inmóvil en el mismo sitio. El joven aguantó
unos segundos como esperando un despiste de su adversario y culminó su último
intento. El Orador con su mano izquierda, cogió al joven por la muñeca de la
mano donde sostenía la navaja y, con un giro inverso a la dirección que llevaba
el joven, lo tumbó sin más, quedándose el Orador la navaja en su mano. El joven
quedó perplejo, seguía en el suelo dolorido de los tres tastarazos que se
había llevado. Los otros chicos también asombrados, no pudieron reaccionar
frente al acontecimiento que acababan de presenciar. Casi al unísono le
preguntaron como lo había hecho.
El Orador les dijo. -La rabia no hace al ser
humano, sino que lo llena de cólera y sólo la pureza os salvará del encuentro
con el mal-. Entonces dio dos pasos había atrás y al tiempo en que se giraba lanzó
la navaja del joven que se clavó entre sus piernas, cerca de sus genitales.
Los chicos quedaron mudos y el Orador retomó su marcha. Con la cabeza gacha caminó a ritmo lento ya con intención de salir
de aquel pueblo. Pero antes de abandonar Chamico una anciana caminaba por su
diestra a la que detuvo para preguntarle si había alguna ermita, iglesia o
capilla. La anciana le dijo que caminara con ella, ya que se dirigía a la única
capilla en 150 millas a la redonda y estaba a unos minutos tras salir del
pueblo. El Orador se puso cerca de la anciana pero a un par de pasos por
detrás. Anduvieron poco más de veinte minutos. Cuando llegaron a la puerta de la
capilla había un hombre arrodillado en el suelo, sin que nada amortiguara sus
rodillas. Vestía ropajes rasgados y oscurecidos por la suciedad de varios semanas...
Cuando la anciana cuando se disponía a entrar en la capilla, ese hombre le
pidió una limosna, la anciana se la negó y entró sin más. El Orador se acercó
al mendigo y le dijo que no tenía dinero. Sacó la hogaza de pan que había guardado
y le dijo que si tenía hambre, estaba dispuesto a compartir su pan con él. Ese
hombre asintió y el Orador lo partió por la mitad, entregándole una parte al
mendigo. También le ofreció agua, el mendigo bebió sin respirar
hasta que el Orador le dijo basta. Guardó la otra mitad del pan y accedió
a la capilla.
Mojó la punta de sus dedos en la pila del agua bendita que había
cerca de la puerta. Miró hacia el frente mientras se santiguaba. Había una cruz
hecha de madera sin ninguna imagen en ella. Encima de la mesa un cirio apagado
casi en las últimas y unas flores secas, que llevarían meses allí. El silencio
era casi absoluto. Se acercó un poco al altar y permaneció de pie, agachó la
cabeza y empezó a orar. Una especie de ronquido como cuando te sorbes los
mocos, interrumpía de vez en cuando al Orador. Era la anciana, cabizbaja y con
los ojos cerrados, respiraba por la nariz medio tapada, eso era lo que
provocaba el ruido semejante a los ronquidos. El orador la miró unos segundos y
luego se volvió hacia el altar. La anciana levantó la cabeza y miró fijamente al
orador mientras él no hizo más gesto que el de seguir con sus rezos. La anciana
se levantó y fue hacia él. Le tocó en el brazo llamando la atención de este y
le preguntó porque le había dado un trozo de su pan a aquel mendigo. El Orador
hizo una pausa en lo que era su segunda oración y mirando a la anciana le
contestó. -De momento no necesito todo el pan, esta mañana ya comí para todo el
día-. La anciana le dijo que si le daba el resto del pan. El Orador se lo sacó
del bolsillo e hizo dos partes casi iguales ofreciéndole una a la anciana. Esta
le dijo que no estaba de acuerdo y replicó. Porque a ella le daba una cuarta parte
de su pan y al mendigo una mitad. El Orador le contestó. -Perdone señora, pero
le estoy dando lo mismo que al mendigo- -A él le di la mitad de lo que tenía, y
ahora hago lo mismo con usted, le estoy dando la mitad de lo que tengo- La
anciana cogió aquel trozo de pan y se fue sin darle las gracias y refunfuñando
en voz baja. El Orador sonrió ligeramente y siguió con sus rezos durante una
hora aproximadamente. Cuando salió de la capilla no había nadie, ni tan solo el
mendigo. Estaba solo en aquel lugar y su intención de seguir se truncaba al no
poder preguntar cómo dirigirse a Villa San Antonio. Miró al cielo un instante,
luego se colocó la capucha de su atuendo y se puso a caminar hacia Villa San
Antonio. Era como si del cielo le hubiesen susurrado hacia donde tenía que
caminar. Aquel mendigo le había dejado con apenas unos sorbos de agua y le
quedaba un gran camino por delante.