El final de un momento divertido, entretenido y sugerente, siempre llega
cuando mejor lo estás pasando. Así fue…
Cuando todos estuvieron seguros que el señor y la señora de la casa se
habían marchado, corrieron como cabestros dirigiéndose hacia la sala de estar. Yo
aproveché y me colé entre el barullo de personajes. Señoritos de la casa,
empleados de confianza, amigos de los
señoritos y señoritas de otras casas, etc… Conforme iban entrando, la primera
visita fue al mueble bar. El coñac francés, el oporto de Alto Duero, el whiskey
escocés, ginebras varias y otros licores, desaparecieron de aquel mueble bar
antes de que el último en entrar cerrara la puerta. Alguien se encargó de poner música. El enorme
aparato Hi-Fi empezó a hacer vibrar el contenido de aquella sala. En sentido
literal.
Dos chicas… digamos que bailarinas, descubrieron sus cuerpos mozos ante el
asombro de todos y todas, y al ritmo de aquella música demasiado estridente, se
subieron encima de la mesa del centro a bailar. No iban demasiado vestidas,
pero lo poco que llevaban, se lo iban quitando poco a poco. Eso empezaba a
degenerar. Yo estaba al lado del sofá chester. Desde allí podía observar que pasaba
en casi toda la sala, pero sobre todo estaba cerca de la puerta, por si tenía
que salir corriendo.
Aquellas dos chiquillas parecían estar empapadas por la combinación de
licores y el énfasis que el sudor de sus escotes marcaba en sus pechos. Las
muchachas enloquecían con cada nota grave que aquel aparato de música
reproducía a toda prisa. Sus cuerpos se movían como sin sentido, para mí,
digamos que a punto de desmontarse. Al final no se quitaron toda la ropa, sólo
la parte superior, o sea top lees, quedándose con casi toda la parte de abajo.
Porque cerca de mí, cayó una braguita, supongo que de color rosa, que
desprendía un perfume…uuuff, que si no fuera por los que pudieran estar
mirándome, la hubiese cogido con la boca.
En una parte de la sala, a la vista de todos, yacían un par de críos
besándose como si alguien les obligara a hacerlo. No me daba tiempo a contar
los besos por segundo que esos dos quinceañeros se repartían a destajo. Era
como si en el colegio, tuvieran una clase especial para aguantar sin respirar
todo aquel tiempo. Eran peor que animales…
Escuché unos gemidos y mi cabeza empezó a moverse buscando la ubicación de
tan semejante sonido, que era capaz de sobreponerse un poco por encima de
aquella música machacona. Música, que seguía poniendo a las dos nenas en
situación de efervescencia, hasta el punto de que sus tetas se pudieran soltar
de sus pechos. Al final pude localizar de donde venían los gemidos. Tras las
cortinas del ventanal y cerca de chester donde yo me encontraba, había un maromo
que empujaba una parte de su cuerpo contra algo o alguien, que desde mi
posición no podía ver. Imaginé que pudiera ser una hembra con la sangre
hirviendo de placer, deducción que saqué por los decibelios que alcanzaban sus
gemidos.
Era sorprendente lo que puede llegar a hacer el ser humano cuando cree que
nadie se fija en él. La verdad es que yo estaba convencido de que nadie se
fijaba en mí. Pero seguro que sí había alguien que me estaría mirando. Pero me
importaba muy poco.
Cambié de posición brevemente y seguí observando con atención los
acontecimientos que se llevaban a cabo en la aquella sala.
El señor de la casa… madre mía si se presentara en ese instante y abriera
la puerta de la lujuria, sus ojos se hincarían en los escotes de las muchachas
sin permiso. Y si escuchara el zumbido de las canciones al ritmo de un par de
culos firmes y brillantes de sudor, fliparía de lo lindo.
Los dos cuerpazos de alquiler se manoseaban una a otra sin parar. Cuando
una nota acontecía más fuerte que la anterior, daban un salto que costaba
seguir con la imaginación. Sus torsos eran como de gomaespuma de alta calidad. O
viera, ya puestos, a alguien empujando contra vete a saber quién o qué, tras
sus cortinas carísimas y cerca del espléndido sofá Chesterfield.
Y qué decir de las criaturas comiéndose a besos sin apenas respirar.
Mientras sus lenguas se colaban de una boca a otra con un permiso sellado, por
cuatro manos que no dejaban de magrearse las partes… digamos, nobles. No
parecían cansarse de repetir unos gestos de rozamiento mutuo y sin pausa. Era
como si esa, evidentemente primera vez, fuera a ser la última. Porque ni perro
callejero con varios meses sin hembra, zumbaría de esa manera.
Aquellas bragas seguían cerca de mi alcance, pero no lo suficiente cómo
llegar a cogerlas. Lástima, no dejaba de mirarlas de reojo. Y su perfume… Pero
no creía que la dueña, cualquiera de las dos chiquillas bailonas, se preocupara
mucho a la hora de retirarse a sus catres, de si le faltaba prenda alguna. Y
menos si gentilmente algún amable señorito, musculitos, se ofrecía a guiar sus
ardientes sensaciones durante, al menos, parte de la noche. Digamos que lo
suficiente como para complacer unos deseos realmente húmedos.
El licor se hubo finiquitado hacía tiempo, pero una par de artistas de esos
que consiguen cosas… asomó por una puerta ubicada al fondo de la sala de estar.
Esa puerta también la controlaba yo por si las moscas. Cerca de allí un fuego a
tierra sin arder, reposaba cenizas de lo que debió ser una tarde tranquila.
Nadie echaba de menos el calor de la lumbre, de hecho a esas alturas de la
juerga, sobraba algo más que calidez por todas partes. Los dos artistas iniciaron
un recorrido de medalla platino. A cuatro manos y una botella en cada mano, se
fueron colando por entre los personajes que destrozaban privadamente sus
reputaciones, para ir llenando sus copas secas. Había más humedad en los
testículos de cualquiera de los señoritos salidos, que perdían el sentido por
rozárselos a cualquiera de aquellas dos hembras, o quien sabe… ya puestos.
No me olvidé del empujador. Calculé, por la posición del sol, que hacía más
de una hora que estaba dándole vaivén a buen ritmo, a quien fuera capaz de
aguantar semejantes embestidas. Aún no había podido ver si era hembra o macho.
Que podrían ser ambos machos fácilmente, ya que la ocasión era la apropiada
para hacerlo. Jamás lo harían a sabiendas de que el señor estuviera en casa,
porque su mala ostia no permitiría animar lo que hay bajo sus pantalones. De
buena gana me hubiera ido a dar una vuelta cerca de aquellas cortinas, para
jipiar quien era el muerde almohadas que recibía los estoques del fortachón,
con un tupé tan rígido como seguramente su estoque. Porque ya no tenía tan
claro que los gemidos que se oían, fueran de una hembra en celo, más bien
parecían de un machito calentorro. Pero me lo pensé mejor y decidí no molestar.
Me convencí que quizá aquella imagen, podría perturbar mis sueños eternamente.
Volví a colocarme como al principio y seguí ojeando la sala. Aquellas braguitas
seguían llamando mi atención con ese aroma aún intenso. No las perdía de vista.
Buufff… por un momento y no sé porqué, me vino a la mente Doña Asunción, la
señora de la casa que faltaba para culminar el fiestón. El nombre no le haría
ningún favor si entrara por la puerta “ín situ”. Porque no creo que aceptara
aquella juerga depravada y rebosante de sudor y licores, como cordial y de
júbilo.
Más bien le daría un sobresalto, patatús o síncope tan bestia, que los
señoritos esconderían sus pitos y las chiquillas seguramente, y tras un par de
bofetadas, se acordarían de recoger hasta sus braguitas…
Así que ladré dos veces guau, guau… y recogí aquellas braguitas entre mis
dientes. Corrí hasta la puerta cerca de la lumbre y salí por patas, nunca mejor
dicho, tras escuchar como el súper coche del señor y la señora de la casa, se
acercaba.
Sálvese quien pueda…. Guau, guau !!! El perro de la casa.
Lorenzo López.