A pesar de que la confesión de
Daniel ocupaba dos páginas completas, casi que me acordaba de todo. Había que
tener en cuenta que me lo había leído tres veces, pero tal y como llevaba la
semana, era extraordinario que lo recordara. Ciertamente parecía claro el
motivo de por qué no aparecía el cuerpo del secretario.
Me fui a casa un poco más
tranquila de lo que había salido por la mañana.
Aunque el día permanecía algo fresco, aquella gran noticia me hizo
revivir y me sentía mucho mejor. De pronto me vino a la cabeza aquella bolsa
roja. Tanto la que tenía en casa como la que tenía la anciana en su cuarto de
baño. Durante el resto del camino hasta llegar a casa, no dejé de preguntarme
por qué no la abrí. Intentaba recordar si la traje conmigo cuando volví a ayer
noche, pero la verdad es que la cena no me sentó nada bien, y menos aún las
cuatro copas que me tomé después con aquel tipo. Un amigo de la universidad de
derecho que no sé por qué siempre dijo estar enamorado de mí. Yo creo que lo
que quería era echar un polvo conmigo. No es que tuviera fama de tía fácil,
pero sí de hacerlo muy bien. Aunque me resisto con muchos tíos, hay algunos que
merece la pena dejarse llevar. Con este de anoche la verdad es que estaba
bastante bien, pero me da que tiene que ser un poco pesado aguantarlo
continuamente. Yo también busque ese polvo, desde luego, pero al final no sé
porque aparecí a pocos metros del portal de casa empapada a tope por la lluvia y
helada de frío. No era capaz de recordar si la bolsa la subí esa misma noche, u
otro día.
Al entrar al portal me detuve en
seco y retrocedí un par de pasos. Miré donde estaban los buzones y vi que en el
mío había algo. Lo abrí y saqué de su interior un par de cartas, un menú del
restaurante chino de la esquina, un programa de las fiestas de Abril y un sobre
grueso. No me entretuve a tirar nada a la papelera de la entrada, simplemente
me lo puse bajo el brazo y subí las escaleras.
Cuando abrí la puerta de casa lo
primero que me encontré fue la ropa que había dejado tirada la noche anterior.
Medio esparcida por el recibidor junto a los zapatos que aún rezumaban humedad.
Me fui al comedor y dejé el correo, el bolso y las llaves. Si sacarme el
abrigo, sólo el pañuelo del cuello, fui a recoger la ropa y ponerla en la
lavadora y los zapatos los dejé en la ventana de la habitación que era donde
tocaba un poco el sol hasta media tarde. Aproveché que estaba en la habitación
para quitarme el abrigo y las botas. Me puse mis zapatillas de elefante y me
acerqué a la cocina. Me tomé dos vasos de agua mientras miraba la nevera, tenía
que comer algo pero no sabía el qué. Un tupper me indicaba que quizá debería
abrirlo, la verdad es que no recordaba su contenido. Lo cogí. Al abrirlo se me
quitaron las ganas de haberlo hecho, eran unos canelones que me sobraron no sé
cuándo y que estaban pasados. Que desastre… pensé. Una cosa que sí me salía
bien de verdad, era hacer tortilla a la francesa. Así que lo dispuse todo. Una
sartén con un chorrito de aceite, un plato, unas rebanadas de pan, dos huevos y
como no, un tenedor y un vaso para batirlos. Una costumbre que tenía, y no sé porque,
era la de silbar mientras cocinaba, bueno, cocinar lo que se dice cocinar, no,
pero algo hacía. La cuestión era que siempre me daba por silbar o a veces
incluso cantaba algo. Normalmente no tenía visita, algún tío de vez en cuando,
pero no veníamos a cenar precisamente. Quiero decir que no solía tener gente a
comer por regla general. Recuerdo una vez que vino mi ayudante a cenar.
Martín se empeñó tanto en traer unos
macarrones con queso que le hizo su madre para la ocasión, que no tuve que
hacer nada, sólo cortar el pan y poner dos cubiertos. Estaban muy buenos. Cuando mi tortilla estuvo a punto la puse en el
plato y me fui al comedor. Me apalanqué en el sofá y puse la tele un rato para
entretenerme mientras cenaba. Solía poner noticias o algún documental, pero
cuando necesitaba desconectar de verdad me ponía un canal de dibujos. Era lo
único que conseguía arrancarme unas carcajadas y realmente me olvidaba de
muchas cosas que me agobiaban demasiado. Soy muy constante en las cosas y me
involucro, a veces demasiado, en asuntos que sólo son trabajo, pero soy así.
Terminé la tortilla y la mitad
del pan se quedó en el margen del plato. El nivel de la botella de agua también
había bajado y alguna lágrima se me desbordaba por las mejillas de la risa.
Cené muy bien y lo pasé divertido, pero era momento de ponerme a trabajar.
Recogí los cacharros y volví al comedor. En ese momento en la televisión
estaban pasando un anuncio de bolsos y eso me hizo pensar en la bolsa roja que aún
seguía en la cocina sin abrir. Fui muy decidida a por ella y me la llevé al
sofá. Mientras intentaba deshacer el primer nudo, sopesaba la bolsa y no daba
la sensación de que pesara mucho. Al final desaté los dos nudos y pude ver lo
que contenía la bolsa roja. Era ropa de hombre, un par de calcetines, una
camiseta imperio blanca, un calzoncillo, una camisa y unos pantalones, que por
supuesto no reconocía. Hacía varios días que no entraba un hombre en mi casa.
Lo extraño de aquella ropa era lo bien doblada que estaba para haberlo hecho un
hombre. Parecía que la hubiese doblado una mujer, además olía a suavizante y
detergente. Estaba limpia.
El tamaño de aquellos
calzoncillos me confirmaba que así era, demasiado culo para mi gusto. Volví a
meter la ropa en la bolsa y la até. No me explicaba cómo había llegado a mi
casa y además juraría que en la entrada aquella bolsa no llevaba más de una
noche. Lo que sí recuerdo era que yo subí sola, empapada y con mi bolso, pero
no con una bolsa roja. La dejé en el balcón de la cocina y me lo quité de la cabeza.
Me senté a repasar mis notas, pero antes quise abrir el correo para quitarme
cosas pendientes de encima. El sobre grueso contenía un expediente, el de
Daniel. Lo pedí la semana pasada y ya lo tenía, me hizo raro que llegara tan
pronto y que además me lo mandaran a mi casa. Por cierto cuando repasé el sobre
estaba en blanco. Ni remitente ni destinatario. Eso aún era más raro, alguien
lo tuvo que haber traído en mano y dejarlo en mi buzón.
Me vino a la cabeza Martín y
rebusqué en el bolso para coger el móvil y mandarle un mensaje. Quería saber
cómo iba el tema de las copias de la confesión de Daniel. Aquella información
era muy peligrosa. Habían pasado más de diez minutos y Martín no me había
contestado, normalmente lo hacía enseguida. Así que esperé otros cinco minutos
y lo llamé. Sonó hasta cuatro veces y no contestaba. Colgué. Respiré hondo, fui
a la nevera tomé un vaso de agua del tirón y volví para presionar el botón de
rellamada. “Llamando a Martín”…al quinto tono una voz de mujer descolgó el
teléfono. Era su mamá, aunque no estaba segura y pregunté por Martín. Me
confirmó que era su madre y que se había estirado un rato en la cama para
descansar. Le dije que no era urgente y que le dijera que me llamara cuando
despertara. El saber que estaba en casa con su madre y que por lo tanto se
encontraba bien, me dejaba más tranquila. Volví a mis papeles y a estrujarme el
coco para seguir con aquel caso. Decidí mandarle un mensaje a Martín que
viniera a mi casa y se trajera dos copias de la confesión de Daniel.
Sobre las seis y cuarto llamaron
al timbre. Era mi ayudante que aparecía con un maletín y un paquete de catón.
Le hice pasar al comedor directamente y le ofrecí tomar algo. Él siempre era
muy agradecido y en aquel paquete de cartón traía unas galletas que su madre
debió hacer mientes dormía. Aún estaban algo templadas. Le traje un vaso de
leche caliente y para mí un zumo de arándanos. No me gustaban mucho, pero oí
que eran buenos para estimular la mente y por eso los tomaba. Las galletas
estaban muy buenas, Martín lo sabía y me miraba mientras me las engullía a dos
carrillos. No hacía falta tener hambre para comerse media docena de esas
galletas. Martín era casi 14 años más joven que una servidora y aunque el
chaval no estaba mal del todo, siempre es mejor no mezclar el placer con el
trabajo. Yo intuía que algo sí le gustaba, pero prefería pensar que opinaba
como yo. Así que le trataba como a un compañero de trabajo normal, a pesar de
su dificultad para hablar. A él no le importaba lo que pensaran los demás sobre
ese tema, iba a su rollo. Era buen trabajador y lo demostraba cada día. Se
implicaba bastante y se estrujaba los sesos tanto como yo por encontrar
soluciones a los casos. Yo le dejaba leer todo lo que traían los expedientes,
aunque en el bufete no querían cuando eran sólo ayudantes. Pero como Martín era
mi ayudante le dejaba leerlo. Estas cosas no hacían falta decirle que no las
contara, era inteligente como para saber que no debía hacerlo.
Siempre traía unos apuntes en su
libreta, como una especie de resumen de todo lo que tenía hasta el momento. Eso
a parte de las dos copias de la declaración de Daniel. Que por cierto me había
traído en dos sobres por separado. Una en su maletín y otra metida en la parte
trasera de sus pantalones, que sacó cuando yo estaba en la cocina.
Evidentemente un sobre estaba más arrugado que el otro. Quizá le daba vergüenza
que supiera donde lo guardó. Me di cuenta del bulto cuando caminaba delante de
mí yendo hacía en sofá. Aunque imaginé lo que podría ser, no le dije nada. No
me importó abrirlo yo mismo, con mis manos, cosas peores había tocado sin duda.
Mientras destripaba aquel sobre basto y bien pegado entre sí, Martín me miraba tímidamente,
como pensando que no me daba cuenta de aquellas arrugas que delataban que ese
sobre no había viajado en el maletín de mi ayudante. No quise imaginar el
estado de aquel sobre si hubiese sido en pleno agosto.
Martín me ayudó a recoger los
vasos y llevarlos a la cocina. Me pidió usar el cuarto de baño y le indiqué con
la mano como llegar. No sé cuanto rato estuvo en el lavabo, pero yo me había leído
la confesión de Daniel por cuarta vez. No tenía desperdicio nada de lo que
decía aquel muchacho y por supuesto que sería difícil culpar a otra persona si
Daniel el día del juicio no declaraba lo mismo. El expediente policial no era
demasiado bueno, y aquella declaración no era válida ante un tribunal, ya que para eso tenía que haber estado
presente el fiscal y dos testigos, aparte de Martín y yo. Por eso teníamos que
encontrar una prueba sobre lo que dijo Daniel, con la que doblegar a la
acusación.
Teníamos muchas cosas como para
hacer que la balanza se inclinara de nuestro lado y eso me hacía sentir mejor,
mucho mejor, aunque había que investigar mucho. Escuché la cisterna del baño.
Martín se acercó donde estaba su maletín,
sacó su libreta, me la tendió y ofreció que me quedara con aquellas
cuatro hojas que él había escrito como resumen de lo que tenía. Arranqué las
hojas sabiendo que Martín tenía apuntado el contenido en algún otro sitio. Le
dije que fuera al juzgado y pidiera cita con el juez Martínez, necesitaba
hablar con él y eso era complicado de conseguir.
Yo quizá ir a visitar a la
anciana casera del secretario. Así que invité a Martín a que se fuera, le
acompañé hasta la puerta y vi la bolsa roja. Puse cara de niña buena y a pesar
de que yo bajaría en unos minutos, le pedí el favor de que tirara aquella bolsa
al contenedor. Martín no rechistó y cogió la bolsa por el nudo preguntando qué
tipo de desperdicio era, para saber, supongo, en que contenedor tirarlo. Me
puso en un compromiso y estuve a punto de decirle que era ropa de mi padre,
pero pobrecito, mi padre cuando murió los calzoncillos eran largos, no ceñidos
como ahora. Así que le dije que me la encontré en la escalera y que seguro que
alguien la dejó por error al lado de mi puerta y que yo entré en casa sin
pensar. Martín asintió al tiempo que movió los hombros, como que vale… y se
marchó.
Yo me fui a la habitación para
vestirme y mientras me desnudaba miraba mi cuerpo reflejado en el espejo del
armario. Estaba muy bien, pero necesitaba un poco de alegría para mantenerlo en
forma. Me puse la misma ropa con la que había ido a ver a la anciana, quizá de
esa manera me reconociera más fácilmente. Apagué la luz, y salí de casa cerrando
la puerta con llave. Cuando estuve en la calle y dirigí hacía mi derecha y al
pasar por donde estaban los contenedores vi aquella puta bolsa de plástico
tirada y vacía al lado del contenedor naranja. Lo primero que pensé fue que Martín
se había quedado la ropa para usarla. Después conforme caminaba, pero conociéndole
no era posible, ya que Martín no hubiese tirado la bolsa al suelo, ni llena ni
vacía. Además si se hubiera llevado la ropa, lo hubiese hecho en la misma
bolsa, en su maletín no creo que le cupiera.
Me dejé de pensar en la ropa, en
la bolsa de los huevos y me centré para la visita con la anciana. Era dura de
roer aquella abuela, pero tenía que conseguir que me contara algo más de lo que
me hubo contado por la mañana.
Llamé al timbre otras cuatro
veces, como la vez anterior. Entonces apareció la anciana. Parecía una
costumbre eso de esperar a que llamen cuatro veces antes de abrir. En cuanto se
asomó le dije, soy Elena… y pronunció algo que no entendí y después dijo… otra
vez usted, y me abrió la puerta. Antes de que se cerrara la puerta detrás de
mí, escuché a la casera del secretario preguntarme si quería una taza de té.
Madre mía, para mis adentros pensé en aquel sabor áspero y la temperatura excesiva
que era capaz de provocarle al té aquella anciana. Me hice como si no la
hubiese escuchado, mientras trepaba por aquellas escaleras agarrándome a la
barandilla empinada y sucia que se mantenía al margen derecho de aquellos
escalones desalineados y recubiertos por capas y capas de polvo incrustado.
Me ofreció el mismo asiento,
justo al lado de la misma mesa donde tenía preparada una taza de té humeante.
Que posiblemente pudiera ser también el mismo, ya que no tuve narices a
terminar con él por la mañana. Omitiendo la taza de té, fui directa al grano.
Le pregunté si el secretario, el señor Ignacio, tenía alguna relación
sentimental. La casera parecía tener algo especial con el té, porque insistió
en que lo tomara. Decliné la invitación. A la anciana no parecía haberle
sentado muy bien aquella decisión. Así que para que no se molestara, tuve el
gesto de coger la taza de té, por el asa, asó sí. Desprendía un calor que de no
ser invierno, quizá no la soportaría en mi mano. Volví a repetirle la misma pregunta.
Sabe si el señor Ignacio tenía una relación sentimental. Entonces su cabeza
empezó a balancearse de un lado a otro durante un rato, hasta que contestó.
Creo que sí, creo que salía con alguien, pero no sé quién era, nunca le vi la
cara. La casera cayó en seco cuando llamaron al timbre, se levantó a mirar y
mientras yo aproveche para ir al baño y llevarme la taza de té conmigo. A los
pocos segundos de cerrar la puerta, volqué la mitad del té en forma de chorro
por el wáter, para conseguir el sonido que provoca el chorrito al hacer pipí. No
sé por qué pero tenía la sensación que la anciana estaba al otro lado de la
puerta escuchando. Así que volví a derramar otro chorrito de té en el wáter
durante tres o cuatro segundos y paré. Tampoco quería vaciar la taza del todo,
el que pareciera que me lo había bebido, no me lo creía ni yo. Atenta por si
escuchaba algo tras la puerta, observé que aún estaba la bolsa roja anudada en
el mismo sitio que por la mañana. Bueno había muchas cosas en el mismo sitio
desde hacía mucho tiempo por allí. A ojo parecía que el bulto era parecido a la
que había tenido yo en casa, así que la cogí y la sopesé. Al tacto no parecía
que fuera ropa. Cuando quise deshacer el primer nudo, dos porrazos me asustaron
sin remedio. Vaya mujer aquella. Le contesté que ya salía y tiré de la cadena
del wáter. Dejé la bolsa y salí del baño. A los pocos segundos de estar fuera
recordé que había dejado mi taza de té dentro del cuarto de baño y no rechisté.
Me senté en mi sitio y le pregunté si el señor Ignacio recibía llamadas a
deshoras. Sólo movió un hombro un par de veces y nada más. Insistí con la
pregunta, pero de otro modo. Sabe si le llamaban por la noche. La anciana
masculló, que ya sabía lo que quería decir a deshoras, y contestó que no. Era
fácil memorizar las respuestas, simplemente sí o no, o contar los movimientos
de su hombre diestro o los de su cabeza. Vio al secretario entrar en la casa
acompañado. Apunté otro no en mi memoria. Me hizo callar con un gesto y dijo
que una vez vino con alguien pero que no le vio la cara. Bueno eso ya era algo.
Para terminar le pregunté si el secretario le pagaba en efectivo o por
transferencia. La abuela hizo un gesto frotándose los dedos índice y pulgar al
unísono. Eso quería decir que no declaraba nada. No entendía por qué esa mujer
no alzaba la voz, ni tan sólo contestaba, limitándose a gesticular en muchos
casos. Parecía como si supiera que alguien la pudiera escuchar. Le dije que de
momento era suficiente y que antes de irme volvía a ir al baño. La abuela se
acercó a un palmo de mí y me susurró. Con la meada que hizo antes, no sé como
vuelve a tener ganas. Entonces fui yo la que gesticuló y me metí dentro del
baño. Mi intención era ver el contenido de aquella bolsa. Estaba hasta las
narices de quedarme con las ganas de ver lo que había dentro. Le deshice un
nudo, y al tirar para deshacer el otro golpeé la taza que había dejado antes en
el borde del lavabo. Cayó irremediablemente rompiéndose en varios pedazos y
armando un ruido como para que la anciana volviera a golpear la puerta como si
fuera la guerra, preguntando si estaba bien. Solté la bolsa más o menos donde
estaba y abrí la puerta del baño. Me disculpé por la rotura de la taza y recogí
los trozos con la mano. De reojo miraba la bolsa maldiciendo aquella mierda de
taza, de té y la mala ostia que me provocó el quedarme con la ganas de saber
que contenía la bolsa roja.
Lorenzo López
Continuará el próximo jueves 2 de agosto