Un atardecer cualquiera, un
instante de tu vida dedicado a la mía. Un placer exquisito, un recuerdo que
necesito. Aquel aroma que desprendía tu piel. Aquella sonrisa brillante que
engalanaba tu ser.
Unas manos delicadas, finas y
rasgadas de leer al tacto aquellas cartas que yo te dediqué. Que te escribía
sin falta cada jueves. Como hoy lo sigo haciendo, coincidiendo con tu santo, 18
de agosto. Te felicito, como siempre lo he hecho.
Una constante melancolía. Una ceguera
imprevista que causó miedo en cada segundo de tus primeros días sin ver. Sin contemplar
ni un solo amanecer más. Sin poder verte ante tu espejo, ni ver tu color
favorito, ni tu sonrisa, ni peinar tú pelo liso... Un oscuro sinsentido que a partir de ese instante,
lo vivido eran recuerdos… y mis recuerdos el tiempo en que nos conocimos.
Ese atardecer que hiciste único,
ese tiempo limitado que no te dejó conocer, más allá de los 36. Una ilusión
truncada, una vida recortada al antojo de quien fuera el causante de ese mal,
que maldigo una y mil veces más.
Recuerdo tu sonrisa y el brillo
de tus labios, recuerdo tu mueca preferida, recuerdo tus recuerdos. Tus gestos
sabios, tus caricias al viento… y una parte de tu vida.
Recuerdo tu voz recitando tus
poemas y mis versos para ti. Leyendo partes de tus novelas preferidas. Recuerdo
tu voz como un susurro placentero. Como canto de riachuelo. Como suena un
latido… como suena el tuyo, mi preferido.
Tus ojos azul cielo, aún privados
de visión, describían tus deseos, tu pasión. Aprendiste a verme sin verme. Escuchaste
mis secretos y yo los tuyos. Fuimos amigos y somos, y seremos.
El cariño que te comparto es mío,
es el mismo que aquel atardecer conociste, justo después de que el azar nos
visitara por primera vez. Después de una pregunta ¿Hola te puedo ayudar…?
Siempre estarás, porque mi
corazón siempre tendrá un hueco para tenerte.
Que descanses en PAZ Elena.
Lorenzo López