Lectura de Elena

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jueves, 28 de julio de 2016

Fiestón en casa del señor

El final de un momento divertido, entretenido y sugerente, siempre llega cuando mejor lo estás pasando. Así fue…

Cuando todos estuvieron seguros que el señor y la señora de la casa se habían marchado, corrieron como cabestros dirigiéndose hacia la sala de estar. Yo aproveché y me colé entre el barullo de personajes. Señoritos de la casa, empleados de confianza,  amigos de los señoritos y señoritas de otras casas, etc… Conforme iban entrando, la primera visita fue al mueble bar. El coñac francés, el oporto de Alto Duero, el whisky escocés, ginebras varias y otros licores, desaparecieron de aquel mueble bar antes de que el último en entrar cerrara la puerta.  Alguien se encargó de poner música. El enorme aparato Hi-Fi empezó a hacer vibrar el contenido de aquella sala. En sentido literal.

Dos chicas… digamos que bailarinas, descubrieron sus cuerpos mozos ante el asombro de todos y todas, y al ritmo de aquella música demasiado estridente, se subieron encima de la mesa del centro a bailar. No iban demasiado vestidas, pero lo poco que llevaban, se lo iban quitando poco a poco. Eso empezaba a degenerar. Yo estaba al lado del sofá Chester. Desde allí podía observar que pasaba en casi toda la sala, pero sobre todo estaba cerca de la puerta, por si tenía que salir corriendo.

Aquellas dos chiquillas parecían estar empapadas por la combinación de licores y el énfasis que el sudor de sus escotes marcaba en sus pechos. Las muchachas enloquecían con cada nota grave que aquel aparato de música reproducía a toda prisa. Sus cuerpos se movían como sin sentido, para mí, digamos que a punto de desmontarse. Al final no se quitaron toda la ropa, sólo la parte superior, o sea top lees, quedándose con casi toda la parte de abajo. Porque cerca de mí, cayó una braguita, supongo que de color rosa, que desprendía un perfume…uuuff, que si no fuera por los que pudieran estar mirándome, la hubiese cogido con la boca.

En una parte de la sala, a la vista de todos, yacían un par de críos besándose como si alguien les obligara a hacerlo. No me daba tiempo a contar los besos por segundo que esos dos quinceañeros se repartían a destajo. Era como si en el colegio, tuvieran una clase especial para aguantar sin respirar todo aquel tiempo. Eran peor que animales…

Escuché unos gemidos y mi cabeza empezó a moverse buscando la ubicación de tan semejante sonido, que era capaz de sobreponerse un poco por encima de aquella música machacona. Música, que seguía poniendo a las dos nenas en situación de efervescencia, hasta el punto de que sus tetas se pudieran soltar de sus pechos. Al final pude localizar de donde venían los gemidos. Tras las cortinas del ventanal y cerca de Chester donde yo me encontraba, había un maromo que empujaba una parte de su cuerpo contra algo o alguien, que desde mi posición no podía ver. Imaginé que pudiera ser una hembra con la sangre hirviendo de placer, deducción que saqué por los decibelios que alcanzaban sus gemidos.

Era sorprendente lo que puede llegar a hacer el ser humano cuando cree que nadie se fija en él. La verdad es que yo estaba convencido de que nadie se fijaba en mí. Pero seguro que sí había alguien que me estaría mirando. Pero me importaba muy poco.

Cambié de posición brevemente y seguí observando con atención los acontecimientos que se llevaban a cabo en la aquella sala.

El señor de la casa… madre mía si se presentara en ese instante y abriera la puerta de la lujuria, sus ojos se hincaría en los escotes de las muchachas sin permiso. Y si escuchara el zumbido de las canciones al ritmo de un par de culos firmes y brillantes de sudor, fliparía de lo lindo.

Los dos cuerpazos de alquiler se manoseaban una a otra sin parar. Cuando una nota acontecía más fuerte que la anterior, daban un salto que costaba seguir con la imaginación. Sus torsos eran como de gomaespuma de alta calidad. O viera, ya puestos, a alguien empujando contra vete a saber quién o qué, tras sus cortinas carísimas y cerca del espléndido sofá Chesterfield.

Y qué decir de las criaturas comiéndose a besos sin apenas respirar. Mientras sus lenguas se colaban de una boca a otra con un permiso sellado, por cuatro manos que no dejaban de magrearse las partes… digamos, nobles. No parecían cansarse de repetir unos gestos de rozamiento mutuo y sin pausa. Era como si esa, evidentemente primera vez, fuera a ser la última. Porque ni perro callejero con varios meses sin hembra, zumbaría de esa manera.

Aquellas bragas seguían cerca de mi alcance, pero no lo suficiente cómo llegar a cogerlas. Lástima, no dejaba de mirarlas de reojo. Y su perfume… Pero no creía que la dueña, cualquiera de las dos chiquillas bailonas, se preocupara mucho a la hora de retirarse a sus catres, de si le faltaba prenda alguna. Y menos si gentilmente algún amable señorito, musculitos, se ofrecía a guiar sus ardientes sensaciones durante, al menos, parte de la noche. Digamos que lo suficiente como para complacer unos deseos realmente húmedos.

El licor se hubo finiquitado hacía tiempo, pero una par de artistas de esos que consiguen cosas… asomó por una puerta ubicada al fondo de la sala de estar. Esa puerta también la controlaba yo por si las moscas. Cerca de allí un fuego a tierra sin arder, reposaba cenizas de lo que debió ser una tarde tranquila. Nadie echaba de menos el calor de la lumbre, de hecho a esas alturas de la juerga, sobraba algo más que calidez por todas partes. Los dos artistas iniciaron un recorrido de medalla platino. A cuatro manos y una botella en cada mano, se fueron colando por entre los personajes que destrozaban privadamente sus reputaciones, para ir llenando sus copas secas. Había más humedad en los testículos de cualquiera de los señoritos salidos, que perdían el sentido por rozárselos a cualquiera de aquellas dos hembras, o quien sabe… ya puestos.

No me olvidé del empujador. Calculé, por la posición del sol, que hacía más de una hora que estaba dándole vaivén a buen ritmo, a quien fuera capaz de aguantar semejantes embestidas. Aún no había podido ver si era hembra o macho. Que podrían ser ambos machos fácilmente, ya que la ocasión era la apropiada para hacerlo. Jamás lo harían a sabiendas de que el señor estuviera en casa, porque su mala ostia no permitiría animar lo que hay bajo sus pantalones. De buena gana me hubiera ido a dar una vuelta cerca de aquellas cortinas, para jipiar quien era el muerde almohadas que recibía los estoques del fortachón, con un tupé tan rígido como seguramente su estoque. Porque ya no tenía tan claro que los gemidos que se oían, fueran de una hembra en celo, más bien parecían de un machito calentorro. Pero me lo pensé mejor y decidí no molestar. Me convencí que quizá aquella imagen, podría perturbar mis sueños eternamente.

Volví a colocarme como al principio y seguí ojeando la sala. Aquellas braguitas seguían llamando mi atención con ese aroma aún intenso. No las perdía de vista.

Buufff… por un momento y no sé porqué, me vino a la mente Doña Asunción, la señora de la casa que faltaba para culminar el fiestón. El nombre no le haría ningún favor si entrara por la puerta “in situ”. Porque no creo que aceptara aquella juerga depravada y rebosante de sudor y licores, como cordial y de júbilo. Más bien le daría un sobresalto, patatús o síncope tan bestia, que los señoritos esconderían sus pitos y las chiquillas seguramente, y tras un par de bofetadas, se acordarían de recoger hasta sus braguitas…

Así que ladré dos veces guau, guau… y recogí aquellas braguitas entre mis dientes. Corrí hasta la puerta cerca de la lumbre y salí por patas, nunca mejor dicho, tras escuchar como el súper coche del señor y la señora de la casa, se acercaba.


La que se está liando… yo me voy a mi rincón.


Lorenzo López.