La mayor parte de mi infancia he sido una persona normal. Hasta que
sucedió, sin avisar, algo que cambió mi vida para siempre.
Nací llorando y deseando a mamá como cualquier otra niña. Mis sollozos se
escuchaban desde el fondo del pasillo. Sólo me sentía a gusto en sus brazos,
arropada por el calor de su cuerpo, y acariciada por las mismas manos con las
que ella hizo la fuerza suficiente como para ayudarme a salir de su cuerpo.
Cuando me aseguré que no había nadie dentro, me decidí y entré. En cuanto
la tuve frente a mí, sentí algo que no olvidaré jamás. Me acerqué lentamente y
le cogí su mano izquierda. Tuve que subirme a un pequeño taburete para verla
bien. La llamé… mamá, mamá, varias veces, pero no me contestaba. Había una
serie de maquinas que le ayudaban a sobrevivir. Eso no me gustaba nada, pero el
estar allí, a su lado, tomando su mano y sintiendo que era parte de mí, me
hacía feliz. Acomodé mi cuerpo lo más cerca que pude al suyo y cerré os ojos,
deseando que despertara pronto.
De repente una serie de pitidos alteró mi sueño, e intuí que algo no iba
bien. Entraron dos enfermeras y un médico, y me hicieron salir, mejor dicho, me
sacaron a la fuerza. Otra enfermera trataba de consolarme en el pasillo,
diciendo que no pasaba nada y que pronto estaría bien. Me aguante el llanto y
la rabia, y mirando hacia arriba, le pedí a Dios que me llevara con ella, a su
lado para siempre.
No pudo ser. Mi mamá murió pocos minutos después y Dios me dejó en tierra.
Tuvieron que atenderme de urgencia allí mismo, me subió una fiebre tremenda
y casi no podía respirar. Me entubaron como a mamá. Eso en parte me alegró,
porque pensé que había posibilidad de ir junto a ella. Todo lo contrario,
aquellos médicos salvaron mi vida y sin remedio volví a quedarme en tierra.
Pero había algo diferente en mí. Era como si me faltara algo, como si me
hubiesen quitado una parte de mí. Llevaba una venda que cubría mis ojos. Al parecer
estuve con fiebre tres días, y al final una doctora vino para quitarme al
vendaje. Antes de hacerlo habló unos minutos conmigo.
Elena, cariño. Dijo. Tu fiebre ha
remitido por completo… lo único que… Yo sólo quería que me quitara la venda y se lo pedí enérgicamente. Tras deshacerme
de ellas, noté que seguía sin ver nada. La doctora, asintió y masculló. Eso era precisamente lo que quería
decirte. Debido a la intensa fiebre, te has quedado ciega por completo. Y además
se ha formado un tumor que, aunque de momento no es grave, sí que tenemos que hacer
un seguimiento mensual. Ya que podría repercutir en tu sistema nervioso y
dificultarte la movilidad de tus piernas.
La estaba escuchando, pero sólo pensaba en mamá. Le estaba pidiendo por favor
que no me olvidara nunca, porque yo lo haría jamás.
Desde ese mismo instante, mi vida cambió por completo y hasta el día de hoy
sigo siendo Elena, la chica ciega que tuvo que aprender a leer braille para
poder entretener mi mente. Aprendí a concebir las sensaciones de forma
distinta, también a saborear la vida sin apenas haberla probado. Tuve que
educarme en cuanto a definir texturas, colores, aromas y sentimientos…
Mi abuela está viva, pero no se vale por sí sola. Así que tuve que aprender
a cuidarla y a ser sus ojos con mis manos. A ser su mente con la mía y sobre
todo, a ser su nieta… como lo más parecido a su hija. Mi mamá.
Querida Elena, espero que haya sabido trasmitirlo de la forma que deseabas.
Besos.
Con cariño
Lorenzo López