Lectura de Elena

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jueves, 24 de julio de 2014

El orador (2ª parte)

Villa San Antonio estaba a unas 45 millas de Chamico. Era un pueblo algo más grande y rico en el cultivo de cereales. Al Orador sólo le interesaba aguantar para llegar a su destino, que era el convento de San Andrés. Situado en lo alto de la montaña, cerca de un pueblo llamado Arowt.

De vez en cuando el Orador miraba hacia el cielo, pero sin dejar de caminar. Su agua se había terminado y estaba sediento. Realmente no sabía lo que faltaba para llegar. Por la cabeza del Orador, los pensamientos eran de una fe profunda, la misma que llevaba siempre en su alma. Unas millas más adelante, encontró una espacie de atolladero para caballos. No le importó mucho quien habría podido pasar por allí. 

El Orador clavó su bastón en el suelo y se hincó de rodillas en el borde y empezó a beber. Cuando se estaba terminando de refrescar para reemprender su camino, alguien le gritó. -No te muevas, te estoy apuntando a la cabeza-. El Orador se mantuvo inmóvil y, a pesar de que intentó ver reflejado el rostro de quien le apuntaba, no fue posible. El agua estaba muy revuelta y aún permanecía turbia. Aquella voz le dijo que se incorporara pero sin darse la vuelta. Que fuera retrocediendo sobre sus propios pasos y tras contar diez se arrodillara mirando al suelo. El Orador le hizo caso sin rechistar y tomó la posición que aquella voz le indicó. Una vez de rodillas y mirando al suelo, aquel tipo se le puso delante. Mientras se iba acercando le gritaba que él había pegado a su hijo y le había avergonzado delante de sus amigos y de todo el pueblo. Con una ira indescriptible le lanzaba toda clase de insultos sin dejar de acercase, hasta que estuvo a apenas dos pasos de él. Entonces el Orador escuchó como amartillaba su pistola, dejó pasar tres segundos y se lanzó a los pies de aquel tipo, tirándolo al suelo, se revolvió para desarmarlo y lanzó la pistola al atolladero. Le desgarró una manga de la camisa y le ató las manos a la espalda. 
El Orador se puso en pie y le dijo. Su hijo fue el que se ridiculizó solo delante de todo el mundo. Yo sólo me defendí. No es mi culpa que sea tan imbécil, quizá su comportamiento se deba a que usted ya era imbécil con la edad del chico.  El Orador se agazapo de nuevo para beber un poco de agua. Se incorporó, tomó su bastón y empezó a caminar. Mientras se alejaba le dijo en voz alta a ese hombre. Si quiere soltarse, solo tiene que dejar de hacer fuerza, es usted el que tensa la lazada que le hice. Aquel tipo dejo sus brazos relajados y la manga con la que le había atado, cayó de sus muñecas por sí sola. No se lo podía creer, parecía que estuviera fuertemente atado y no se pudiera soltar. No dijo nada, se montó en su caballo tomando el camino de vuelta a Chamico.

El Orador entró en el pueblo por la parte sur y se sentó en una piedra que sujetaba el cartel con el nombre del pueblo. Villa San Antonio. Pasó allí sentado un buen rato. Había andado toda la noche. Hasta que un mozo del Motel se le acercó y le preguntó si buscaba alojamiento. El Orador le contestó que no tenía dinero para pagar. El mozo le saludó con la mano diciéndole que lo sentía y se fue. Cerca de donde estaba sentado el Orador, había un amarrador para atar caballos. Allí fue donde un tipo rudo y con mala cara ató su caballo mientras le gritaba y repartía azotes por todo su lomo. El caballo estaba mal cuidado y hacía pinta de estar hambriento y con mucha sed. El Orador esperó a que aquel tipo se alejara hacia la cantina y se levantó con la intención de encontrar agua para aquel animal. Vio al mozo al lado de la puerta del hotel y le pidió un poco de agua para el caballo. El chico le dijo que solo le podía dar un cuenco pequeño, que en todo caso la compartiera con el animal. Mientras el Orador se acercaba al caballo el chico se lo miraba esperando para ver que haría con el agua. El Orador le dio un poco al animal y luego sacó el trozo de pan que le quedaba y partió la mitad, acercándoselo a la boca del caballo. Tras comerse el pan, le volvió a dar agua. El chico, atónito no podía creerse lo que estaba viendo. El caballo parecía que supiera que el Orador también tendría sed y dejó un poco. El Orador se la tomó mientras acariciaba al animal. Aquel caballo hacía tiempo que no recibía un trato así. Mientras seguía acariciando al animal, se acercó el dueño del mismo. Aquel tipo duro y con cara de pocos amigos le tocó el hombro poniéndose justo detrás del Orador. Este se giró y permaneció en silencio. El tipo duro le pregunto qué estaba haciendo con su caballo. El Orador le contestó que simplemente le acariciaba y que le había dado agua. El tipo se enfadó y empezó a gritar como un energúmeno y sin más azotó al caballo. El Orador le llamó la atención diciendo que no volviera a pegar al animal. El tipo le contestó que él hacía lo que quería, que era su caballo, y volvió a azotarle una vez más y antes de la tercera… el Orador le cogió la mano donde portaba la vara y le apretó. El dolor era tan fuerte que en pocos segundos soltó la vara y le rogaba por favor que le soltara. El Orador le saltó la mano. El tipo duro se frotaba con su otra mano para menguar su propio dolor. En un acto repentino se agachó para coger su vara, pero el Orador la tenía bajo su pie. La pisaba con tal fuerza que no la pudo sacar. Aquel tipo se subió al caballo y le arrió para que se pusiera en marcha, el caballo no reaccionó. El Orador le dijo al tipo duro. -La vida te tratará tal como tú trates a los demás-. Entonces le tocó la cabeza al caballo y le rascó unos segundos por el cuello, tras esas caricias del Orador, el cuadrúpedo se puso en marcha. El tipo asintió y le dio las gracias.

El Orador se acercó al mozo del hotel para devolverle el cuenco que le había dejado. El mozo lo primero que hizo fue preguntarle cómo había podido con aquel hombre. El Orador le dijo que no se fijará en eso, si no en la bondad que llevan las personas dentro de sí mismo. El mozo no entendía ni una palabra, le agarró el cuenco y le trajo un poco más de agua. El Orador la vació en la botella. Al chico se lo agradeció diciéndole… -si eres buena persona, siempre tendrás una puerta abierta donde vayas-. Eso, sí que lo entendió el mozo. El Orador le pasó la mano por la cabeza, revolviéndole el pelo al chico y se alejó siguiendo su camino. A pesar del sol ardiente que caía sin compasión, se puso la capucha para protegerse y siguió caminando. Andaba como siempre, a paso lento. En su bolsillo todavía tenía un trozo de pan. Un trozo, de un trozo de una cuarta parte que inicialmente era del tamaño de una hogaza de medio kilo. Era todo lo que le quedaba en su haber para terminar el trayecto hasta su destino. Aproximadamente unas 46 millas hasta Panticó y otras 32 hasta Arowt. Un total de 78 millas para alcanzar el convento de San Andrés. 

Cuando había recorrido casi 30 millas de las 46 hasta Panticó, escuchó unos aullidos agudos, como de un cachorro de lobo. Siguió el sonido hasta que vio una pequeña cría de perro lobo que andaba en círculo. Se acercó con cuidado y se dio cuenta de que ese cachorro estaba volteando a otro pero lobo más grande, posiblemente su madre. De vez en cuando se paraba para lamerle el hocico y seguía dando vueltas sobre el cadáver de la que podría ser su madre. El Orador se agachó y sacó el pan del bolsillo, pellizcó un poco y se lo tiró lo más cerca que pudo del cachorro. Este enseguida lo olisqueó y se lo comió casi sin masticarlo. El Orador le lanzó otro pellizco, esta vez más cerca, el cachorro anduvo unos pasos hacia él hasta comérselo. Lanzó un tercer trozo a apenas un metro de él, el animal se acercó más, comiéndoselo de un bocado. El Orador le acarició la cabeza entre las orejas, le dijo que se tenía que marchar y le dejó un último pellizco de su pan allí mismo. El Orador también tomó un par de pellizcos de pan por primera vez. El poco que sobró se lo guardó.
Se sentó a pocos metros de donde había dejado al cachorro y se puso a orar durante un rato. Se puso en marcha sin mirar atrás, caminando lentamente. Curiosamente el cachorro se volvió hacia su madre, le lamió tres o cuatro veces el hocico y la cara, y se fue detrás del Orador. Caminaba a unos pasos por detrás de él. El Orador sabía que le estaba siguiendo, pero no hizo por volverse, simplemente siguió caminando. El cachorro le siguió hasta llegar a Panticó. El Orador no tenía intención de pararse, pero pensó que quizá podía encontrar a alguien que quisiera quedarse con el cachorro de perro lobo. Continuó por la calle principal y al pasar por delante de la tienda del pueblo, pensó que cabía la posibilidad de que el tendero quisiera acoger al cachorro. Se acercó y preguntó por el dueño. El Orador le ofreció acoger al animal que estaba solo, para que cuidara de él y le guardara la tienda y la casa. El dueño le miró y después miró al cachorro. Le dijo que sí y aceptó acogerlo. El Orador se puso en cuclillas para despedirse del perro mientras le acariciaba la cabeza. Habló con él en voz baja, parecía que le entendía, porque el cachorro estuvo atento a todas sus palabras y también a sus caricias. El jefe de la tienda le pidió que se fuera, ya que si no el animal sufriría más. El Orador se marchó y el perro no hizo gesto de abandono y ladró dos veces. Por esa acción y cuando el Orador se había alejado un poco de la tienda, el dueño le dio una patada en un costado para hacerlo callar. El animal se encaró al tendero ladrando de manera intimidatoria para defenderse. El Orador escuchó los ladridos e hizo sus pasos aún más lentos. El tendero cogió uno de los palos de recambio para azadas que tenía en un barril y se fue hacia el cachorro, levantándole el mismo con intención de atizarle. El cachorro, asustado, salió de la tienda corriendo y ladrando, y se dirigió hacia el Orador. El dueño enfurecido, iba tras él. El perro se coló por entre las piernas del Orador para protegerse y este se giró, quedando frente al dueño de la tienda, que a gritos reclamaba a su perro. El Orador le dijo. -Le deje al cachorro para que cuidara de él, de la misma manera que él cuidaría de usted-. -Y lo primero que hizo fue pegarle-. El tendero parecía que no entendía e insistió en que le devolviera su perro lobo, diciendo que se lo había dado. El Orador le replicó. -Perdone, yo no se lo di, sólo le ofrecí la posibilidad de que lo acogiera. -Y ahora yo no estoy reteniendo al cachorro, si no que a renegando de usted, así que es libre de ir con quien quiera-. El tendero le preguntó. -Que le hiciste para que esté contigo-. El Orador contestó, -sólo le di un poco de mi pan y él me siguió cuando me fui-. El tendero vio que el Orador tenía un bastón en su mano derecha. Y preguntó. No me diga que usted no usaría su bastón para pegarle. El Orador le miró y con una leve sonrisa le dijo que no, que su bastón era para ayudarle en el camino, no para pegar. Entonces el tendero le acechó con su palo, y el cachorro empezó a ladrar. El Orador pisó el pie del tendero, el que tenía más cerca, y le empujó hacia atrás. El tendero perdió el equilibrio y cayó al suelo. El cachorro no dejaba de ladrar, hasta que el Orador le miró y este se calló. El tendero aún en el suelo, le preguntó. Por qué no usó su bastón para defenderse. El Orador le replicó. Ya le dije que sólo era para ayudarme en mi camino, no para pegar. El tendero se levantó y le dijo al Orador que se podía ir con su perro lobo donde quisiera, que él no lo necesitaba. Y se volvió a su tienda indignado.

El Orador acarició al cachorro y le dio un pellizco de su pan. Se incorporó y emprendió su marcha con dirección a San Andrés.  Le quedaban 32 millas hasta Arowt y luego subir la ladera de la montaña hasta el convento. El cachorro le seguía incondicionalmente, ambos caminaban a paso lento, pero el animal mantenía esos dos pasos por detrás del Orador.  

Habían caminado unas 12 millas y el cachorro ya sediento, lamía las pequeñas gotas de agua que quedaban en las hojas de los matojos. Unas pocas millas más adelante, se veía una carreta parada. El Orador se fue directamente hacia ella. Era una carreta sin caballo ni animal que estirara de ella. Cuando estuvo allí, se dio cuenta que en su interior no había nadie, parecía abandonada recientemente. Zarandeó un barril atado en la parte trasera, parecía que contenía líquido en su interior, posiblemente agua. Antes de abrirlo, rebuscó por dentro de la carreta para hacerse con algún cuenco o bote y llenarlo para que pudiera beber al cachorro. Encontró un balde pequeño, lo puso bajo el barril y sacó el tapón. Era agua, casi caliente, pero agua a pesar de todo. Le puso el balde al cachorro en la aparte donde tocaba la sombra para que bebiera, él con las manos se mojó la cara y aprovechó para beber. Llenó su botella y Se sentó junto al perro en la sombra para descansar un rato. Se quedó dormido unos 30 minutos. El cachorro permaneció alerta. De repente empezó a lamer la cara del Orador con intención de aviarle. Alguien se acercaba. El Orador despertó y se levantó. Vio que se acercaba una pareja a pie y un niño de unos 8 años a lomos de un caballo. Cuando estuvieron cerca de él, le pidieron que no les hiciera daño. El Orador les dijo que sólo habían tomado un poco de agua y que estaban descansando. El padre del niño le dijo que habían ido a Panticó para que visitaran a su hijo enfermo, tenía mucha fiebre y vómitos. Pero el médico estaba fuera y no le pudo atender. El padre lo dejó dentro de la carreta y le tapó medio cuerpo con una manta. La madre estaba muy angustiada y sufría por la salud de su hijo. No sabían qué hacer. El Orador subió al cachorro a la carreta y le dijo que vigilara al niño. Sus padres le preguntaron por qué y el Orador les dijo que descansaran un poco, que el cachorro vigilaba al niño mientras él iba a buscar unas hiervas para tratar la enfermedad de su hijo. Ambos se quedaron sorprendidos y se sentaron mientras el Orador se alejaba.

El Orador caminó casi media milla hasta que encontró las hierbas que necesita, eran de dos clases. También cogió un par de piedras lisas y volvió a la carreta. Cuando llegó, le pidió a la madre que le dejara un trozo de tela fina, lo más fina que pudiera. Aquella mujer se deshizo de su camiseta interior y se la dio el Orador. Este cogió una clase de hierba, la envolvió con la camiseta y la machacó con su bastón. Subió a la carreta, se puso al lado del niño y le abrió la boca. Entonces con las manos estrujó el hatillo de las hierbas, provocando que las gotas que caían, lo hicieran dentro de la boca del niño, contó hasta cinco. El padre estaba tan sorprendido como la madre, pero esta, no dejaba de preocuparse por el calor que hacía y que sería difícil bajarle la fiebre.  El Orador puso encima de una de las dos piedras lisas la otra clase de hierbas y las cubrió con la otra piedra, apretando fuertemente y moviéndolas como si las rascara entre sí. Cuando terminó el proceso, cogió las hierbas que había prensado y las puso encima de la frente del niño y apartó las piedras. El padre al escuchar un gemido del niño, se acercó hasta asomar la cabeza dentro de la carreta. El Orador le dijo. Tranquilo señor, su hijo mejorara en unos minutos. El padre hizo un gesto a su esposa para que se acercara. Tras mirar al niño, el padre tocó las piedras, aún estaban frías. Le preguntó al Orador como había podido enfriar aquellas piedras. El Orador incorporó al niño, que ya había abierto los ojos, y lo sentó allí mismo. Entonces respondió al padre. -Lo que hizo enfriar las piedras son estas hierbas que traje, no yo-. Estas hierbas tienen una sustancia en su interior que al contacto con el aire se enfrían y con ellas lo que tocan. La madre vio sonreír a su hijo y le saltaron lágrimas de alegría. El niño se levantó y abrazó a sus padres. El cachorro ladró tres veces y casi al mismo tiempo bajaron de la carreta.  El padre le preguntó que como podían agradecerle lo que había hecho. El Orador le dijo. -Ya lo hicisteis dejando agua en vuestro barril para calmar nuestra sed-. Estamos en paz. La madre insistió en que cenaran con ellos. El Orador le agradeció el gesto y tras decirle que no podía perder más tiempo, le dijo que aceptaría un poco de comida para el camino. Le prepararon un zurrón con unos víveres. Lo tomó agradeciendo de nuevo y se fue caminando junto al cachorro.
Las 20 millas restantes hasta llegar a Arowt, las hicieron de un tirón, comiendo algo por el camino. A la altura del pueblo, el Orador le dijo al cachorro que en ese punto se tenían que separar. No podía llegar a San Andrés con el perro. El cachorro se puso triste y gruñía como si llorara. El Orador le dijo. -Yo no puedo llevarte, pero sí que puedes subir tú, por tu cuenta mañana por la mañana-. El perro movió su rabo enérgicamente y ladró.
El Orador bordeó el pueblo y se dirigió a la montaña, tomando el único sendero por el cual se accedía a San Andrés. Al llegar arriba y ya frente a las puertas, llamó tres veces, pero no abrieron. Se arrodilló para orar, tras dos oraciones y con el sol casi escondido, llamó tres veces más a la puerta, tampoco se abrió. Oró de nuevo, esta vez cuatro oraciones y volvió a llamar. En esta ocasión sí que se abrió la puerta del convento. Entró y fue directo a la fuente del jardín, llenó un cubo de agua y lo dejó fuera junto al trozo de pan que le quedaba en su bolsillo, antes de cerrar las puertas. Cerró y se sentó en la única piedra que había en aquel valle y siguió orando. Tras aquellas grandes puertas, había un pequeño convento. Allí no había nadie, normalmente, a no ser que como el orador, subieran para pasar unos días de reflexión.

A la mañana siguiente, el perro lobo subió hasta llegara a las puertas del convento. Bebió una buena parte el agua del cubo y tomó el trozo de pan en su boca, mientras esperaba a que el orador saliera. Cuando este se asomó, el perro soltó el pan y se lanzó sobre él lamiendo su cara.


El perro ladró varias veces… el orador lo llamó felicidad…

miércoles, 23 de julio de 2014

17ª Crónica para Elena

Queridísima Elena.

Cuando escuches este texto, espero que sientas toda la fuerza de mi corazón y el cariño que he puesto en cada letra para ti.

Deseo mucho que, por lo menos, después de lo que has pasado, todo se mantenga tal cual está ahora. No me imagino lo duro que puede llegar a ser. Sólo alguien como tú, con esas inmensas ganas de vivir y con todo ese amor que entregas por que sí… podría resistir lo que resistes.

En cuanto a la petición que me haces para que escriba sobre una parte de tu vida, por mí encantado. Ya sabes que mientras tú estés, yo estaré a tu lado… para siempre.

Me encanta que sonrías, que pienses en cosas bonitas, que puedas imaginar aquello que a muchos nos cuesta ver. Que hagas de un llanto un más de alegrías… me encanta que notes que estoy para ti.

Recibe el abrazo más sentido y todo ese cariño que sabes que mereces.

Siempre tuyo…

Lorenzo López.