Tenía que encontrar agua, la cena de ayer me había dado sed. Me arrimé a unas hojas grandes que aún tenían restos de agua de la madrugada y bebí todo lo que pude. Ahora tenía que seguir y encontrar algo para comer. Pensaba que un ratoncito no estaría mal… mientras me relamía. Otra cosa que quería hacer era comer hierba para purgarme (los gatos comemos una especial para estos casos), pero mandaba narices que en aquel bosque y con toda la cantidad de hierba que había, no encontrara la que nos gusta a los gatos. Quizá llevara una hora caminando, no sé, y de repente escuché unos ladridos de perro grande, o por lo menos lo parecía, me olvidé de la comida, pero no de que yo podía ser la comida de aquella bestia. Así que subí a un árbol que tenía a mi lado y observé el terreno. Cierto, era un perro grande acompañado de dos hombres que portaban escopetas, así que era peligroso estar cerca. Me senté en esa misma rama a esperar que se alejaran. Tenía mucha hambre, por allí no había nada para comer y no sabía el tiempo que tendría que esperar.
Al final me
dormí y cuando desperté sería medio día, porque el sol era más intenso y mi
estómago me pedía comida. Salté y empecé a olisquear por allí para ver si
encontraba algo para comer. La verdad es que un ratoncillo como el de la otra
vez no me iría nada mal. Tras mucho buscar, solo encontré una par de
saltamontes, con los que jugué un rato hasta que pudo más el hambre que el
juego y me los comí. No me gustaron, pero era lo que tenía. Además tuve que
regurgitar el primero que me comí, sus patas traseras impedían que me lo
pudiera tragar con facilidad, con el segundo y la lección aprendida, ya fue más
sencillo, antes de llevármelo a la boca, se las arranqué. Tras relamerme hasta
quedar limpio, me dirigí por donde habían pasado los perros corriendo lo más
rápido que pude. Cuando llegué al otro lado me escondí entre unos matojos,
descansé un poco mientras se me pasaba el miedo que había pasado. De repente vi
un camino y me dispuse a seguirlo. Al principio no veía a donde iba a parar.
Tras subir una pequeña cuesta mi visión se hizo más extensa y pude observar que
aquel camino iba hacia una granja y sin dudar me fui hacia ella. Al acercarme
vi que había un par de niños jugando y seguí caminando, pero ahora más lento
hasta llegar cerca de los críos. Uno de ellos al verme gritó…Juaaan, me asusté
un poco, mientras me señalaba como si nunca hubiese visto un gato. Yo me hacía
el remolón entre sus piernas para que me cogieran cariño y además no dejaba de
maullar suavemente. Al final a uno de ellos se le ocurrió que quizá tuviera
hambre (menos mal) y me llevó en brazos hasta la casa. Allí me puso un cuenco
con leche y al lado otro con unos trozos de jamón york. Empecé a comer mientras
notaba la presencia de los dos chicos mirándome. Entonces escuché el sonido de
cuando se abre una puerta y entró una señora, que al parecer era la mamá de los
críos. Yo seguí comiendo algo más despacio sin perder de vista a aquella mujer.
Maullé un par de veces muy suave y continué con lo mío. Aquella mujer me miró y
pareció no importarle que yo estuviera por allí, es más, se tomaba un vaso de
zumo tranquilamente. Los dos chicos, casi al unísono, se pronunciaron a aquella
señora pidiendo entre sollozos que me quedara con ellos en la casa. A mí me iba
de perlas que aquellos críos se comportaran así, cuanto más lástima dieran
ellos a mamá, más fácil lo tendría yo para quedarme.
A mi favor diré
que también ayudé por la parte que me tocaba, maullando unas cuantas veces aún
más suave que antes y poniendo cara de gatito bueno y nada asustadizo, ya que a
nadie le gustan los gatos así, porque tienden a dañar a quien los intenta
coger. Mientras miraba a mamá, mi cara era un poema de los tiernos…
(Esperaba un sí)
Mamá puso una
condición a los dos críos. Tenían que hacerse responsables de mí. De mantener
mi zona limpia y recogida, de darme de comer y de no maltratarme (eso me
gustaba). Los dos críos gritaron que me atenderían muy bien. Yo la verdad es
que tragué saliva, me relamí y caminé hacia mamá, colándome entre sus piernas
varias veces. Ella se agachó y me acaricio el lomo un par de veces.
En un rincón de
la cocina me colocaron un cojín más o menos grande y me acercaron los dos
cuencos, uno de ellos lo llenaron de agua, el otro de momento estaba vacío. Me
sentía tan feliz que me tumbé en el cojín y me dormí pensando en que tenía que
comportarme en aquella casa, como mínimo un tiempo hasta que me cogieran más
cariño. Sobre todo la mamá, a la que tenía que ganarme poco a poco.
Mi sueño era que
me quedaba allí para siempre.
Lorenzo López